jueves, 15 de octubre de 2009

Comfortably numb




sábado, 10 de octubre de 2009

Diagonales


Me levanté y ya no estaba. Fue la primera consecuencia de la decisión del día anterior, después de meses de agonía lenta. Suponía que venían días de duelo, tal vez de llanto, pero no. Ausencia, sí. Eso sí había y desde la primera mañana. Faltaba el cepillo de dientes en el vaso del baño, faltaba el pelo suelto en la bañadera, faltaba el buenosdías, sobraba un lugar en el auto en el viaje hasta el trabajo.

Pero la oficina era la misma, los amigos eran más o menos los mismos (salvo los adoptados durante los tiempos de pareja), la familia era la misma. Y volví a casa en el mismo auto, y estaba el mismo gato esperando la comida y la misma computadora invitándome a batir el teclado y de pronto el sueño y la cama. La misma cama.

Me metí despacio, de mi lado, mirando la pila de libros que me espera todas las noches en la mesa de luz. Las sábanas estaban frescas, tentadoras. Agarré un libro de Arlt y me puse a leer. No era la lectura ideal para ese día. Lo dejé y agarré uno de Quiroga. Tampoco. Agarré la Black Berry y empecé a revolver los diarios por Internet. Tardé tres minutos en decidir que era tiempo de apagar las luces. Dejé la almohada extra a un costado, levanté un poco las sábanas y el cover para meterme más adentro y apoyé la cabeza. Luces afuera. Primero recostado sobre un lado, después sobre el otro y por último enterré la cara de lleno en la almohada pasando el brazo por debajo. Pero siempre derechito, de mi lado de la cama.

El sueño no venía y empecé a dar vueltas. Y en una de esas vueltas traspasé sin querer el meridiano y me encontré con el vacío. Con cosquillas de aventura despegué despacio la pierna derecha del calor y sentí el frío de las sábanas intactas. De a poco fui estirándome hasta que llegué al otro borde de la cama. Después me animé con la pierna izquierda, hasta que quedé con la cabeza de mi lado, abrazado a la almohada, y los dos pies en la esquina opuesta. Desparramado en toda la cama, en una diagonal impensada. Cerré los ojos y me dormí.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Fuera de foco


Eugenia escuchó el sonido leve de la alarma del celular, se levantó, buscó la cartera y sacó el sobrecito de plástico. Miró el recorrido incompleto de los días impreso en el papel metalizado, respiró profundo y soltó de su prisión la pastilla que terminó en su mano. El ritual ya era perfecto. Los movimientos discretos hacían de ese último acto de individualidad del día un evento casi imperceptible para el resto del mundo.

El ruido del gas escapando de una botella de Coca-Cola recién abierta la devolvió al living de Julia, donde estaba comiendo unas pizzas con sus amigas del trabajo. Se sentó de nuevo y trató de mostrar interés por el debate sobre modelos de cochecitos para bebes. El consenso final entre Julia y Mariela había sido que el de tres ruedas era la mejor opción. Mariela ya había tenido a Felipe hacía unos meses y Julia trataba de llegar al mes nueve con toda la información posible, como si la decisión anticipada del cochecito o la conversación sobre el color de caca durante el comienzo de la lactancia pudiera apurar el tranco del embarazo.

Eugenia sintió que ya había visto esa película. Podía repetir casi de memoria las charlas previas a cada uno de los casamientos de su grupo de amigas. Todas se casaron en menos de un año, como afectadas por una epidemia. Y las charlas previas a cada casamiento agotaron las opciones de cotillón, de catering, del fotógrafo, la disyuntiva entre comida-baile-comida o comida primero, baile después. Recordó sus miedos de aquellos días y se sintió ahogada por la inercia.

Miró la hora y llamó un taxi. Dejó caer un chau, chicas, nos vemos mañana, y a casa. Sacó las llaves de la cartera en la puerta, saludó al guardia y ya desde el ascensor escuchó el televisor prendido. Abrió la puerta y vio a Mariano en el sofá nuevo. Era un tapizado de tela de un color claro pero medio apagado. No era una maravilla pero era cómodo. Varios meses habían ahorrado para el “proyecto living” y ahí estaba el sofá, mofándose del momento, sin rastros de vida encima.

¿Cómo la pasaste? ¿Las chicas bien?

Bien, sí. Ahí andan. Julia ya está de tres meses.

Se sacó el tapado, revolvió la cartera para buscar el celular y cuando encontró el sobrecito de plástico dijo sin inmutarse, rendida:

Hoy tomé la última pastilla.

Él se la quedó mirando con una sonrisa de felicidad que Eugenia veía fuera de foco, con interferencias. Se dejó caer en el sillón y sintió cómo él la abrazaba. Estaban pasando una serie vieja. Al rato le dio sueño y se acostó pensando en lo que había leído en el prospecto acerca de la mayor fertilidad en el primer mes después de interrumpir las pastillas. Soñó algo esa noche pero no pudo retenerlo a la mañana siguiente.

***

Pasaron los días y confirmó que no le venía. Estaba segura de que había sido la noche después del casamiento de Alejandro, un compañero de oficina de Mariano. Se fue sola a la farmacia antes de ir al trabajo; se cruzó con Julia, que ya tenía una panza visible, se tomaron un té en la cocina del piso y sin decir nada se fue sola al baño. Rompió la caja después de luchar en vano con la cinta adhesiva que cerraba la tapa, sacó el recipiente de plástico y leyó el prospecto. Trató de hacer pis pero no pudo por los nervios. Se entretuvo unos minutos leyendo las instrucciones en portugués y hasta se animó a reírse de que el test de embarazo estuviese fabricado en China, nada menos. Un poco más relajada ya, le vinieron ganas y llenó generosamente el recipiente. Lo apoyó sobre la tapa del inodoro y se quedó con los ojos perdidos en la unión de dos azulejos. Dejó el palito sumergido un poco más del tiempo que decían las instrucciones. Cuando lo miró, ahí estaban las dos rayitas en un color rosa pálido. Se mantuvo quieta un instante, tiró el pis y sacó el celular de la cartera. Estoy embarazada —escribió en el sms— y se quedó mirando la pantalla esperando lo obvio. Cinco segundos tardó en sonar el celular:

Dale, te espero a esa hora en la puerta y vamos a comer afuera. Beso. Yo también.

Se sentó de nuevo en el inodoro y empezó a llorar en silencio. Cuando se recompuso, volvió a su escritorio, mandó unos mails para armar la consabida cena familiar sin explicación de motivos, para que fuera una “sorpresa”, aunque todos sabían, esperaban, lo que se venía. Odiaba los anuncios.

Cuando vio parar el auto de Mariano en la puerta, alcanzó a ver su sonrisa a través del parabrisas y otra vez estaba fuera de foco. Se saludaron con un beso y un abrazo en la vereda y se fueron con destino a Palermo. Mariano la miró cómplice y le dijo:

Sushi hoy no.

El médico confirmó el embarazo a los pocos días con el análisis de sangre. Era una formalidad, porque Eugenia se sentía embarazada. “Les” dio turno para una ecografía y los despachó con un felicitaciones que sonó convincente.

Las cuatro semanas siguientes recibieron llamados, visitas y hasta regalos. Mariano se encargó de avisarle a todo el mundo que “estaban embarazados”. Cuando Julia y Mariela se enteraron, se volvieron locas y empezaron con el recitado de recomendaciones para cada momento del embarazo. Las babuchas para andar cómoda, dejar de comer con tanta sal por las piernas, las cremas para las estrías. No hubo cosa que ella pudiera hacer para frenar la invasión oral de sus amigas. Hasta su suegra se instaló un par de días en el departamento para compartir la noticia. Todo era una revolución, empezando por su cabeza, agotada ya de las consecuencias.

La noche anterior a la ecografía se sintió rara. Estaban sentados en el sofá mirando una película en silencio cuando una puntada cerca del ombligo la hizo doblarse sobre sí misma. Mariano preguntó qué pasaba, pero ella lo despachó con un no pasa nada. Al rato se fue a dormir sin más explicación. No pudo descansar bien. Se despertó agotada y con el recuerdo, ahora claro, de un sueño repetido, el mismo que había tenido la noche que tomó la última pastilla: un ramo de flores rojas sobre la cama.

Se levantó con una sensación horrible de vacío en el estómago y corrió al baño. Vomitó dos veces, con dolorosas arcadas. Mariano preguntó desde la cama si todo estaba bien; ella no pudo contestarle. Cuando llegó a la puerta la encontró con los codos sobre el inodoro, agarrándose el pelo. Mariano le dijo que los vómitos eran normales en esa etapa del embarazo. Con un dolor punzante en el vientre, Eugenia lo miró con los ojos inyectados en sangre y le dijo:

¿Por qué no te vas a la mierda?

Subieron al taxi y Mariano indicó que iban a Pueyrredón y Santa Fe. El taxista intentó hacer algún comentario amable, suponiendo que se trataba de un embarazo, pero el clima en ese asiento trasero era imposible. Llegaron, él pagó con un billete de veinte y ni siquiera esperó el vuelto. Bajó detrás de ella, que había poco menos que saltado del auto en movimiento.

Cuando entraron a la sala de espera, una enfermera le indicó a Eugenia que fuera a una salita en la que podía ponerse una bata. El doctor la buscaría para la revisación y luego llamarían a su marido para que presenciara la ecografía.

Pasaron unos diez minutos hasta que la enfermera lo hizo pasar. Eugenia estaba en una camilla con respaldo móvil, que le permitía ver el monitor del ecógrafo con comodidad. El Dr. Grinberg lo invitó a sentarse al lado suyo, mientras humectaba la panza todavía imperceptible con un gel algo frío. Cuando acercó el aparato, Eugenia cerró los ojos y no pudo frenar una lágrima que se escapó de su ojo derecho. Mariano la vio pero no dijo nada; pensó que estaba emocionada. Mientras tanto, el doctor les explicó que en la pantalla se vería una forma todavía muy pequeña, pero que lo importante era detectar los latidos del corazón que estaría recién empezando a dar vida al feto.

Frotó primero el transductor con el gel, para que corriera más fácil sobre la piel, y empezó a buscar las imágenes por debajo de la línea del ombligo. Recorría la zona de arriba a abajo, de un lado al otro, con insistencia. Eugenia tenía los ojos cerrados; Mariano mantenía la sonrisa en el rostro, ya pensaba en nombres, en colores para el cuarto. El Dr. Grinberg seguía moviendo el transductor con impaciencia; la mirada relajada y la autosuficiencia se le borraron de repente de la cara. Movió una perilla con el rótulo “input” y aclaró que estaba ajustando la sensibilidad del micrófono. Siguió con su recorrido metódico por toda la panza de Eugenia, sin decir una palabra. Nada. Ni un sonido, ni un movimiento. Nada.

¿Cuál es la cabeza?, preguntó Mariano.

Eugenia abrió los ojos y lo miró en silencio, tratando de entender cómo no se daba cuenta de lo que estaba pasando. Lo vio sonriendo en una imagen otra vez fuera de foco. Giró la cabeza hacia el médico y preguntó sin preámbulos:

¿Va a hacer falta un raspaje?

Desconcertado por la frialdad de sus palabras, Grinberg sólo pudo decir en voz baja:

Lo esperable es que baje solo, pero si no, debemos hacer la intervención. Es muy sencilla, pero requiere anestesia general, dijo

¿Anestesia?, dijo Mariano, ya en tono más serio.

El feto está muerto, Mariano, ¿no te das cuenta que no hay latidos?

Todo lo demás fue silencio. Ni siquiera miradas. Bajaron por las escaleras sin esperar el ascensor. Cuando llegaron a la puerta de la clínica Eugenia vio la entrada del subte “D” y preguntó:

¿Te lo tomás acá? Te veo después en casa. Lo seco del tono de voz no dejó margen para más propuestas.

Acompañó el pelo rubio de Mariano mientras bajaba la escalera y desaparecía finalmente de su vista. Respiró hondo, sacó el celular de su cartera y lo tiró en uno de los cestos que cuelgan de los postes de luz, antes de empezar a caminar sin destino cierto por la avenida.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Enorme




martes, 1 de septiembre de 2009

El porquerizo, por Hans C. Andersen


Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer.

Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -¿Me quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?

Pues vamos a verlo.

En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, se habría dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.

El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:

-¡A ver si será un gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.

-¡Qué linda es! -dijeron todas las damas.

-Es más que bonita -precisó el Emperador-, ¡es hermosa!

Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.

-¡Ay, papá, qué lástima! -dijo-. ¡No es artificial, sino natural!

-¡Qué lástima! -corearon las damas-. ¡Es natural!

-Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja -aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.

-¡Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.

-Este pájaro me recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es la misma melodía, el mismo canto.

-En efecto -asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño.

-Espero que no sea natural, ¿verdad? -preguntó la princesa.

-Sí, lo es; es un pájaro de verdad -respondieron los que lo habían traído.

-Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe.

Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.

-Buenos días, señor Emperador -dijo-. ¿No podríais darme trabajo en el castillo?

-Bueno -replicó el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.

Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:

¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!

He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del "Querido Agustín". Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.

-¡Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su instrumento.

Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.

-¿Cuánto pides por tu puchero? -preguntó.

-Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo.

-¡Dios nos asista! -exclamó la dama.

-Éste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó él.

-¿Qué te ha dicho? -preguntó la princesa.

-No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.

-Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así.

-¡Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

-Escucha -dijo la princesa-. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas.

-Muchas gracias -fue la réplica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.

-¡Es un fastidio! - exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea.

Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.

¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.

-Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!

-Interesantísimo -asintió la Camarera Mayor.

-Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.

-¡No faltaba más! -respondieron todas-. ¡Ni que decir tiene!

El porquerizo, o sea, el príncipe -pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.

-¡Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar.

-¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?

-Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar.

-¡Este hombre está loco! -gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas.

-¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! -manifestaron ellas.

-¡Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, también pueden hacerlo ustedes. No olviden que les mantengo y les pago-. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse.

-Serán cien besos de la princesa -replicó él- o cada uno se queda con lo suyo.

-Poneos delante de mí -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.

-¿Qué alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa.

Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.

¡Demonios, y no se dio poca prisa!

Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.

-¿Qué significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis.

-¡Fuera todos de aquí! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo.

Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.

-¡Ay, mísera de mí! -exclamaba la princesa-. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!

Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él.

-He venido a decirte mi desprecio -exclamó él-. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa!

Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:

¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

jueves, 27 de agosto de 2009

Testamento de August Rodin


Jóvenes que aspiráis a oficiantes de la Belleza, puede que os resulte grato encontrar aquí el resumen de una larga experiencia.

Amad devotamente a los maestros que os precedieron. Inclinaos ante Fidias y ante Miguel Angel. Admirad la divina serenidad del uno; la salvaje angustia del otro. La admiración es un vino generoso para los nobles espíritus.

Guardaos, sin embargo, de imitar a vuestros mayores. Respetuosos de la tradición, sabed discernir lo que ella contiene de eternamente fecundo: el amor a la naturaleza y la sinceridad. Estas son las dos fuertes pasiones de los genios. Todos adoraron la Naturaleza y no mintieron jamás. De este modo la tradición os tiende la llave merced a la cual podréis evadiros de la rutina. Es la propia tradición la que os recomienda interrogar sin cesar la realidad y la que os prohíbe someteros ciegamente a ningún maestro.

Que la naturaleza sea vuestra única diosa. Tened en ella una fe absoluta. Estad. seguros de que nunca es fea y limitad vuestra ambición a serle fieles.

Todo es bello para el artista, puesto que en todo ser y en toda cosa, su penetrante mirada descubre el carácter, es decir la verdad interior que trasparece bajo la forma. Y esta verdad es la belleza misma.

Estudiad religiosamente y no podréis dejar de encontrar la verdad.

Trabajad con encarnizamiento.

Vosotros, estatuarios, fortificad en vosotros el sentido de la profundidad. El espíritu se familiariza difícilmente con esta noción.

Imaginar las formas en espesor le resulta embarazoso. Esta es sin embargo vuestra tarea.

Ante todo estableced netamente los grandes planos de las figuras que vais a esculpir. Acentuad vigorosamente la orientación que vais a dar a cada parte del cuerpo, a la cabeza, a los hombros, a la pelvis, a las piernas. El arte exige decisión. Es por la bien acusada fuga de las líneas, que os sumergiréis en el espacio y que os haréis dueños de la profundidad. Cuando vuestros planos estén definidos, todo ha sido hallado. Vuestra estatua vive ya. Los detalles nacen y se disponen por sí mismos, de seguida.

Cuando modeléis, no penséis en superficie sino en relieve.

Que vuestro espíritu conciba toda superficie como el extremo de un volumen que la empujara desde atrás. Figuraos las formas como si apuntaran hacia vosotros. Toda vida surge de un centro, luego germina y se expande de adentro hacia afuera. Del mismo modo, en toda bella escultura, se adivina siempre una potente impulsión interior. Este es el secreto del arte antiguo.

Vosotros, pintores, observad igualmente la realidad en profundidad.

Mirad, por ejemplo, un retrato pintado por Rafael. Cuando este maestro representa un personaje de frente, hace huir oblicuamente la línea del pecho y es de este modo que nos da la ilusión de la tercera dimensión.

Todos los grandes pintores sondearon el espacio. Es en la noción de espesor que radica la fuerza.

Recordad esto: no hay líneas, sólo existen volúmenes. Cuando dibujéis, no os preocupéis jamás del contorno, sino del relieve. Es el relieve lo que rige el contorno.

Ejercitaos sin descanso. Es preciso extenuarse en el oficio.

El arte no es más que sentimiento. Pero sin la ciencia de los volúmenes, de las proporciones, de los colores, sin la habilidad de la mano, el más vivo de los sentimientos se queda como paralizado. ¿Qué sería del más grande de los poetas en un país extranjero cuya lengua ignorara? En la nueva generación de artistas, hay numerosos poetas que se niegan a aprender a hablar. Es así como no hacen más que balbucear.

¡Paciencia! No contéis con la inspiración. Ella no existe.

Las únicas cualidades del artista son prudencia, atención, sinceridad, voluntad. Cumplid vuestra tarea como honrados obreros.

Sed verídicos, jóvenes. Pero esto no significa: sed vulgarmente exactos. Hay una deleznable exactitud: la de la fotografía y la del calco. El arte solo comienza con la verdad interior. Que todas vuestras formas, todos vuestros colores traduzcan sentimientos.

El artista que se conforma con un simple simulacro y reproduce servilmente los detalles sin valor, no será jamás un maestro. Si habéis visitado algún cementerio italiano, sin duda habréis notado con que puerilidad los artistas encargados de decorar la tumbas se dedican a copiar en sus estatuas, los bordados, los encajes, las trenzas de cabellos. Puede que sean exactos, pero no verídicos, puesto que no se dirigen al alma.

Casi todos nuestros escultores recuerdan a los de los cementerios italianos. En los monumentos de nuestras plazas públicas, no se distinguen más que levitas, mesa, veladores, sillas, máquinas, globos, telégrafos. Nada de verdad interior; nada, pues, de arte. Apartaos de semejante baratillo.

Sed profundamente, ferozmente verídicos. No vaciléis jamás en expresar lo que sintáis, ni siquiera cuando os encontréis en oposición con las ideas corrientes y aceptadas. Puede ocurrir que al principio no seáis comprendidos. Pero vuestro aislamiento será de corta duración. Pronto vendrán amigos hacia vosotros: puesto que lo que es profundamente verdadero para un hombre lo es para todos.

Por lo tanto, nada de gestos, nada de contorsiones para atraer al público. ¡Simplicidad, ingenuidad!

Los más bellos motivos se encuentran delante de vosotros: son aquellos que conocéis mejor.

Mi muy querido y muy grande Eugenio Carriére, que tan pronto nos dejó, demostró su genio pintando a su mujer y a sus hijos. Le bastaba celebrar el amor maternal para ser sublime.

Los maestros son aquellos que miran con sus propios ojos lo que todo el mundo ha visto y que saben percibir la belleza de lo que es demasiado familiar para los otros espíritus.

Los malos artistas calzan siempre los anteojos del prójimo.

La gran cuestión es ser capaz de emoción, de amar, de esperar, de vibrar, de vivir. ¡Ser hombre antes de ser artista! La verdadera elocuencia se burla de la elocuencia, decía Pascal. El verdadero arte se burla del arte. Yo tomo aquí el ejemplo de Eugenio Carriére. En las exposiciones, la mayor parte de los cuadros no son más que pintura; ¡los suyos semejaban, en medio de los otros, ventanas abiertas sobre la vida!

Admitid las críticas Justas. Las reconoceréis fácilmente. Son aquellas que os confirmarán en una duda que os persigue. Pero no os dejéis abatir por aquellas que vuestra conciencia no admite.

No temáis las críticas injustas. Ellas indignarán a vuestros amigos, los obligarán a reflexionar sobre la simpatía que os tienen y la sostendrán más resueltamente cuando disciernan mejor los motivos.

Si sois nuevos en el ejercicio de vuestro arte, no contaréis al principio más que con un corto número de partidarios y una multitud de enemigos. No os descorazonéis. Los primeros triunfarán: pues ellos saben por qué os aman; los otros ignoran por qué les sois odiosos; los primeros están apasionados por la verdad y reclutan sin cesar nuevos adherentes; los otros no demuestran ningún celo durable por su falsa opinión; los primeros son tenaces, los otros giran a todos los vientos. La victoria de la verdad es segura.

No perdáis vuestro tiempo en anudar relaciones mundanas o políticas.

Veréis a muchos de vuestros cofrades llegar por la intriga a los honores y la fortuna: éstos no son verdaderos artistas. Algunos de ellos son, sin embargo, muy inteligentes y si vosotros os ponéis a luchar con ellos en su propio terreno, perderéis tanto tiempo como ellos mismos, es decir toda vuestra existencia: entonces no os quedará ni un minuto para ser artistas.

Amad apasionadamente vuestra misión. No existe otra más bella. Es mucho más alta de lo que el vulgo cree.

El artista da un gran ejemplo.

Adora su oficio: su más preciosa recompensa es la alegría de haber procedido bien. Actualmente, se persuade a los obreros, por desdicha suya, a que odien su trabajo y lo saboteen. El mundo solo será feliz cuando todos los hombres tengan alma de artistas, es decir, cuando todos sientan el placer de su labor.

El arte es aún una magnífica lección de sinceridad.

El verdadero artista expresa siempre lo que piensa, aún a riesgo de hacer tambalear todos los prejuicios establecidos.

De este modo enseña la franqueza a sus semejantes. ¡Imaginemos qué maravillosos progresos se realizarían de pronto si la veracidad absoluta reinara entre los hombres!

¡Qué pronto la sociedad se desprendería de sus errores y sus fealdades francamente confesados y con qué rapidez nuestra tierra se convertiría en un Paraíso!…

sábado, 22 de agosto de 2009

Ain't no sunshine





miércoles, 19 de agosto de 2009

The Remarkable Case of Davidson's Eyes, por H. G. Wells


I.
The transitory mental aberration of Sidney Davidson, remarkable enough in itself, is still more remarkable if Wade's explanation is to be credited. It sets one dreaming of the oddest possibilities of intercommunication in the future, of spending an intercalary five minutes on the other side of the world, or being watched in our most secret operations by unsuspected eyes. It happened that I was the immediate witness of Davidson's seizure, and so it falls naturally to me to put the story upon paper.

When I say that I was the immediate witness of his seizure, I mean that I was the first on the scene. The thing happened at the Harlow Technical College just beyond the Highgate Archway. He was alone in the larger laboratory when the thing happened. I was in the smaller room, where the balances are, writing up some notes. The thunderstorm had completely upset my work, of course. It was just after one of the louder peals that I thought I heard some glass smash in the other room. I stopped writing, and turned round to listen. For a moment I heard nothing; the hail was playing the devil's tattoo on the corrugated zinc of the roof. Then came another sound, a smash -- no doubt of. it this time. Something heavy had been knocked off the bench. I jumped up at once and went and opened the door leading into the big laboratory.

I was surprised to hear a queer sort of laugh, and saw Davidson standing unsteadily in the middle of the room, with a dazzled look on his face. My first impression was that he was drunk. He did not notice me. He was clawing out at something invisible a yard in front of his face. He put out his hand, slowly, rather hesitatingly, and then clutched nothing. "What's come to it?" he said. He held up his hands to his face, fingers spread out. "Great Scott!" he said. The thing happened three or four years ago, when everyone swore by that personage. Then he began raising his feet clumsily, as though he had expected to find them glued to the floor.

"Davidson!" cried I. ``What's the matter with you?" He turned round in my direction and looked about for me. He looked over me and at me and on either side of me, without the slightest sign of seeing me. "Waves," he said; "and a remarkably neat schooner. I'd swear that was Bellows's voice. Hullo!" He shouted suddenly at the top of his voice.

I thought he was up to some foolery. Then I saw littered about his feet the shattered remains of the best of our electrometers. "What's up, man?" said I. "You've smashed the electrometer!"

"Bellows again!" said he. "Friends left, if my hands are gone. Something about electrometers. Which way are you, Bellows?" He suddenly came staggering towards me. "The damned stuff cuts like butter," he said. He walked straight into the bench and recoiled. "None so buttery, that!" he said, and stood swaying.

I felt scared. "Davidson," said I, "what on earth's come over you?"

He looked round him in every direction. "I could swear that was Bellows. Why don't you show yourself like a man, Bellows?"

It occurred to me that he must be suddenly struck blind. I walked round the table and laid my hand upon his arm. I never saw a man more startled in my life. He jumped away from me, and came round into an attitude of self-defense, his face fairly distorted with terror: "Good God!" he cried. "What was that?"

"It's I -- Bellows. Confound it, Davidson!"

He jumped when I answered him and stared -- how can I express it? -- right through me. He began talking, not to me, but to himself. "Here in broad daylight on a clear beach. Not a place to hide in." He looked about him wildly. "Here! I'm off ." He suddenly turned and ran headlong into the big electro-magnet -- so violently that, as we found afterwards, he bruised his shoulder and jawbone cruelly. At that he stepped back a pace, and cried out with almost a whimper, "What, in Heaven's name, has come over me?" He stood, blanched with terror and trembling violently, with his right arm clutching his left, where that had collided with the magnet.

By that time I was excited, and fairly excited. "Davidson," said I, "don't be afraid. "

He was startled at my voice, but not so excessively as before. I repeated my words in as clear and firm a tone as I could assume. "Bellows," he said, "is that you?"

"Can't you see it's me?"

He laughed. "I can't even see it's myself. Where the devil are we?" "Here," said I, "in the laboratory."

"The laboratory!" he answered, in a puzzled tone, and put his hand to his forehead. "I was in the laboratory -- till that flash came, but I'm hanged if I'm there now. What ship is that?"

"There's no ship," said I. "Do be sensible, old chap."

"No ship!" he repeated, and seemed to forget my denial forthwith. "I suppose," said he, slowly, "we're both dead. But the rummy part is I feel just as though I still had a body. Don't get used to it all at once, I suppose. The old shop was struck by lightning, I suppose. Jolly quick thing, Bellows -- eigh?"

"Don't talk nonsense. You're very much alive. You are in the laboratory, blundering about. You've just smashed a new electrometer. I don't envy you when Boyce arrives."

He stared away from me towards the diagrams of cryohydrates. "I must be deaf," said he. "They've fired a gun, for there goes the puff of smoke, and I never heard a sound."

I put my hand on his arm again, and this time he was less alarmed. "We seem to have a sort of invisible bodies," said he. "By Jove! there's a boat coming round the headland! It's very much like the old life after all -- in a different climate. "

I shook his arm. "Davidson," I cried, "wake up!"

II.

It was just then that Boyce came in. So soon as he spoke Davidson exclaimed: "Old Boyce! Dead too! What a lark!" I hastened to explain that Davidson was in a kind of somnambulistic trance. Boyce was interested at once. We both did all we could to rouse the fellow out of his extraordinary state. He answered our questions, and asked us some of his own, but his attention seemed distracted by his hallucination about a beach and a ship. He kept interpolating observations concerning some boat and the davits and sails filling with the wind. It made one feel queer, in the dusky laboratory, to hear him saying such things.

He was blind and helpless. We had to walk him down the passage, one at each elbow, to Boyce's private room, and while Boyce talked to him there, and humored him about this ship idea, I went along the corridor and asked old Wade to come and look at him. The voice of our Dean sobered him a little, but not very much. He asked where his hands were, and why he had to walk about up to his waist in the ground. Wade thought over him a long time -- you know how he knits his brows -- and then made him feel the couch, guiding his hands to it. "That's a couch," said Wade. "The couch in the private room of Professor Boyce. Horsehair stuffing."

Davidson felt about, and puzzled over it, and answered presently that he could feel it all right, but he couldn't see it.

"What do you see?" asked Wade. Davidson said he could see nothing but a lot of sand and broken-up shells. Wade gave him some other things to feel, telling him what they were, and watching him keenly.

"The ship is almost hull down," said Davidson, presently, apropos of nothing. "Never mind the ship," said Wade. "Listen to me, Davidson. Do you know what hallucination means?"

"Rather," said Davidson.

"Well, everything you see is hallucinatory." "Bishop Berkeley," said Davidson.

"Don't mistake me," said Wade. "You are alive, and in this room of Boyce's. But something has happened to your eyes. You cannot see; you can feel and hear, but not see. Do you follow me?"

"It seems to me that I see too much." Davidson rubbed his knuckles into his eyes. "Well?" he said.

"That's all. Don't let it perplex you. Bellows, here, and I will take you home in a cab. "

"Wait a bit." Davidson thought. "Help me to sit down," said he, presently; "and now -- I'm sorry to trouble you -- but will you tell me all that over again?"

Wade repeated it very patiently. Davidson shut his eyes, and pressed his hands upon his forehead. "Yes," said he. "It's quite right. Now my eyes are shut I know you're right. That's you, Bellows, sitting by me on the couch. I'm in England again. And we're in the dark."

Then he opened his eyes. "And there," said he, "is the sun just rising, and the yards of the ship, and a tumbled sea, and a couple of birds flying. I never saw anything so real. And I'm sitting up to my neck in a bank of sand."

He bent forward and covered his face with his hands. Then he opened his eyes again. "Dark sea and sunrise! And yet I'm sitting on a sofa in old Boyce's room! -- God help me!"

III.

That was the beginning. For three weeks this strange affection of Davidson's eyes continued unabated. It was far worse than being blind. He was absolutely helpless, and had to be fed like a newly-hatched bird, and led about and undressed. If he attempted to move he fell over things or struck himself against walls or doors. After a day or so he got used to hearing our voices without seeing us, and willingly admitted he was at home, and that Wade was right in what he told him. My sister, to whom he was engaged, insisted on coming to see him, and would sit for hours every day while he talked about this beach of his. Holding her hand seemed to comfort him immensely. He explained that when we left the College and drove home, -- he lived in Hampstead Village -- it appeared to him as if we drove right through a sandhill -- it was perfectly black until he emerged again -- and through rocks and trees and solid obstacles, and when he was taken to his own room it made him giddy and almost frantic with the fear of falling, because going upstairs seemed to lift him thirty or forty feet above the rocks of his imaginary island. He kept saying he should smash all the eggs. The end was that he had to be taken down into his father's consulting room and laid upon a couch that stood there.

He described the island as being a bleak kind of place on the whole, with very little vegetation, except some peaty stuff, and a lot of bare rock. There were multitudes of penguins, and they made the rocks white and disagreeable to see. The sea was often rough, and once there was a thunderstorm, and he lay and shouted at the silent flashes. Once or twice seals pulled up on the beach, bu, only on the first two or three days. He said it was very funny the way in which the penguins used to waddle right through him, and how he seemed to lie among them without disturbing them.

I remember one odd thing, and that was when he wanted very badly to smoke. We put a pipe in his hands -- he almost poked his eye out with it -- and lit it. But he couldn't taste anything. I've since found it's the same with me -- I don't know if it's the usual case -- that I cannot enjoy tobacco at all unless I can see the smoke.

But the queerest part of his vision came when Wade sent him out in a bath- chair to get fresh air. The Davidsons hired a chair, and got that deaf and obstinate dependent of theirs, Widgery, to attend to it. Widgery's ideas of healthy expeditions were peculiar. My sister, who had been to the Dog's Home, met them in Camden Town, towards King's Cross. Widgery trotting along complacently, and Davidson evidently most distressed, trying in his feeble, blind way to attract Widgery's attention.

He positively wept when my sister spoke to him. "Oh, get me out of this horrible darkness!" he said, feeling for her hand. "I must get out of it, or I shall die." He was quite incapable of explaining what was the matter, but my sister decided he must go home, and presently, as they went up the hill towards Hampstead, the horror seemed to drop from him. He said it was good to see the stars again, though it was then about noon and a blazing day.

"It seemed," he told me afterwards, "as if I was being carried irresistibly towards the water. I was not very much alarmed at first. Of course it was night there -- a lovely night. "

"Of course?" I asked, for that struck me as odd.

"Of course," said he. "It's always night there when it is day here -- Well, we went right into the water, which was calm and shining under the moonlight -- just a broad swell that seemed to grow broader and flatter as I came down into it. The surface glistened just like a skin -- it might have been empty space underneath for all I could tell to the contrary. Very slowly, for I rode slanting into it, the water crept up to my eyes. Then I went under, and the skin seemed to break and heal again about my eyes. The moon gave a jump up in the sky and grew green and dim, and fish, faintly glowing, came darting round me -- and things that seemed made of luminous glass, and I passed through a tangle of seaweeds that shone with an oily luster. And so I drove down into the sea, and the stars went out one by one, and the moon grew greener and darker, and the seaweed became a luminous purple-red. It was all very faint and mysterious, and everything seemed to quiver. And all the while I could hear the wheels of the bath-chair creaking, and the footsteps of people going by, and a man with a bell crying coals.

"I kept sinking down deeper and deeper into the water. It became inky black about me, not a ray from above came down into that darkness, and the phosphorescent things grew brighter and brighter. The snaky branches of the deeper weeds flickered like the flames of spirit lamps; but, after a time, there were no more weeds. The fishes came staring and gaping towards me, and into me and through me. I never imagined such fishes before. They had lines of fire along the sides of them as though they had been outlined with a luminous pencil. And there was a ghastly thing swimming backwards with a lot of twining arms. And then I saw, coming very slowly towards me through the gloom, a hazy mass of light that resolved itself as it drew nearer into multitudes of fishes, struggling and darting round something that drifted. I drove on straight towards it, and presently I saw in the midst of the tumult, and by the light of the fish, .a bit of splintered spar looming over me, and a dark hull tilting over, and some glowing phosphorescent forms that were shaken and writhed as the fish bit at them. Then it was I began to try to attract Widgery's attention. A horror came upon me. Ugh! I should have driven right into those half-eaten -- things. If your sister had not come! They had great holes in them, Bellows, and -- Never mind. But it was ghastly!"

IV.

For three weeks Davidson remained in this singular state, seeing what at the time we imagined was an altogether phantasmal world, and stone blind to the world around him. Then, one Tuesday, when I called, I met old Davidson in the passage. "He can see his thumb!" the old gentleman said, in a perfect transport. He was struggling into his overcoat. "He can see his thumb, Bellows!" he said, with the tears in his eyes. "The lad will be all right yet."

I rushed in to Davidson. He was holding up a little book before his face, and looking at it and laughing in a weak kind of way.

"It's amazing," said he. "There's a kind of patch come there." He pointed with his finger. "I'm on the rocks as usual, and the penguins are staggering and flapping about as usual, and there's been a whale showing every now and then, but it's got too dark now to make him out. But put something there, and I see it -- I do see it. It's very dim and broken in places, but I see it all the same, like a faint specter of itself. I found it out this morning while they were dressing me. It's like a hole in this infernal phantom world. Just put your hand by mine. No -- not there. Ah! Yes! I see it. The base of your thumb and a bit of cuff! It looks like the ghost of a bit of your hand sticking out of the darkening sky. Just by it there's a group of stars like a cross coming out."

From that time Davidson began to mend. His account of the change, like his account of the vision, was oddly convincing. Over patches of his field of vision the phantom world grew fainter, grew transparent, as it were, and through these translucent gaps he began to see dimly the real world about him. The patches grew in size and number, ran together and spread until only here and there were blind spots left upon his eyes. He was able to get up and steer himself about, feed himself once more, read, smoke, and behave like an ordinary citizen again. At first it was very confusing to him to have these two pictures overlapping each other like the changing views of a lantern, but in a little while he began to distinguish the real from the illusory.

At first he was unfeignedly glad, and seemed only too anxious to complete his cure by taking exercise and tonics. But as that odd island of his began to fade away from him, he became queerly interested in it. He wanted particularly to go down into the deep sea again, and would spend half his time wandering about the low-lying parts of London, trying to find the water-logged wreck he had seen drifting. The glare of real daylight very soon impressed him so vividly as to blot out everything of his shadowy world, but of a nighttime, in a darkened room, he could still see the white-splashed rocks of the island, and the clumsy penguins staggering to and fro. But even these grew fainter and fainter, and, at last, soon after he married my sister, he saw them for the last time.

V.

And now to tell of the queerest thing of all. About two years after his cure, I dined with the Davidsons, and after dinner a man named Atkins called in. He is a lieutenant in the Royal Navy, and a pleasant, talkative man. He was on friendly terms with my brother-in-law, and was soon on friendly terms with me. It came out that he was engaged to Davidson's cousin, and incidentally he took out a kind of pocket photograph case to show us a new rendering of his fiancée. "And, by-the-by," said he, "here's the old Fulmar."

Davidson looked at it casually. Then suddenly his face lit up. "Good heavens!" said he. "I could almost swear -- "

"What?" said Atkins.

"That I had seen that ship before."

"Don't see how you can have. She hasn't been out of the South Seas for six years, and before then -- "

"But," began Davidson, and then, "Yes -- that's the ship I dreamt of. I'm sure that's the ship I dreamt of. She was standing off an island that swarmed with penguins, and she fired a gun."

"Good Lord!" said Atkins, who had never heard the particulars of the seizure. "How the deuce could you dream that?"

And then, bit by bit, it came out that on the very day Davidson was seized, H.M.S. Fulmar had actually been off a little rock to the south of Antipodes Island. A boat had landed overnight to get penguins' eggs, had been delayed, and a thunderstorm drifting up, the boat's crew had waited until the morning before rejoining the ship. Atkins had been one of them, and he corroborated, word for word, the descriptions Davidson had given of the island and the boat. There is not the slightest doubt in any of our minds that Davidson has really seen the place. In some unaccountable way, while he moved hither and thither in London, his sight moved hither and thither in a manner that corresponded, about this distant island. How is absolutely a mystery.

That completes the remarkable story of Davidson's eyes. It is perhaps the best authenticated case in existence of a real vision at a distance. Explanation there is none forthcoming, except what Professor Wade has thrown out. But his explanation invokes the Fourth Dimension, and a dissertation on theoretical kinds of space. To talk of there being "a kink in space" seems mere nonsense to me; it may be because I am no mathematician. When I said that nothing would alter the fact that the place is eight thousand miles away, he answered that two points might be a yard away on a sheet of paper and yet be brought together by bending the paper round. The reader may grasp his argument, but I certainly do not. His idea seems to be that Davidson, stooping between the poles of the big electro- magnet, had some extraordinary twist given to his retinal elements through the sudden change in the field of force due to the lightning.

He thinks, as a consequence of this, that it may be possible to live visually in one part of the world, while one lives bodily in another. He has even made some experiments in support of his views; but, so far, he has simply succeeded in blinding a few dogs. I believe that is the net result of his work, though I have not seen him for some weeks. Latterly, I have been so busy with my work in connection with the Saint Pancras installation that I have had little opportunity of calling to see him. But the whole of his theory seems fantastic . to me. The facts concerning Davidson stand on an altogether different footing, and I can testify personally to the accuracy of every detail I have given.

This story was originally written by H.G. Wells. It was published in the book The stolen bacillus and other incidents by Metheun of London, England, in 1895. The story is here repeated as it was originally published.

Fuente: http://www.online-literature.com/

jueves, 13 de agosto de 2009

Fotos del pasado


Vi esas fotos del jardín y se me fueron las palabras. El guardapolvo abotonado en la espalda; las gomitas en el pelo; los zapatos con suela de goma; los labios chiquitos, encerrados en unos cachetes redondos y enormes, comestibles; y esa mirada despierta, a veces algo triste. Me dan ganas de ponerme el guardapolvo y entrar a ese mundo de la foto y darte la mano de nuevo.

martes, 11 de agosto de 2009

There will be light

sábado, 8 de agosto de 2009

En una caja


El viejo tenía una sintonía especial con los gatos. Desde siempre escuché sus historias sobre el Cabezón, el gato de mi abuelo. Eran cuentos casi sobrenaturales. Me contó que una vez, apurado por el hambre, el Cabezón vio un pajarito desde la mesa de la cocina y, como la puerta estaba cerrada, se agazapó y saltó usando la cabeza para romper el vidrio en mil pedazos. Volvió con el pájaro en la boca, victorioso, pero lleno de cortes y magulladuras. Se paró a los pies de mi abuelo que había ido corriendo hasta la cocina por el ruido, lo miró fijo y dejó el pájaro en el suelo, como si le estuviera presentando una ofrenda. Mi viejo quería mucho a ese gato.

Un día cuando llegué de la Escuela apareció en casa con una caja marrón entre las manos, con dos agujeritos de forma triangular en los costados. Enseguida escuché el sonido de las uñas raspando el fondo, tratando de hacer pie en un cartón que se le desvanecía debajo de las patas. Por los ruidos lo imaginé enorme, pero cuando puso la caja en el piso y lo vi asomar su mano y luego el hocico me di cuenta de que era todavía un cachorro.

Salió de la caja como de un segundo parto. El pelo era de un negro brillante y perfecto, sin una sola mancha de otro color; ni siquiera las pezuñas desentonaban. Nos miró a los dos con los ojazos amarillos bien abiertos, se dio vuelta y empezó con el ritual de olfatear todo lo que tenía alrededor. El mundo le llegaba por esos bigotes largos, combados, que se estiraban anticipando cada paso.

Al principio yo trataba de jugar con él como si fuera un perro, porque era lo único que conocía. Lo llamaba por el nombre, corría para ver si me seguía, le tiraba palitos y el pobre bicho me miraba de costado y a lo sumo jugaba un poco con el palito pero nunca me lo traía de vuelta. De a poco papá me explicó cómo tratarlo, las cosas que le divertían y hasta me mostró cómo acariciarlo para que ronroneara. No era muy difícil: había que rascarle suave la parte de abajo del cuello y el animal quedaba rendido, con los ojos entrecerrados. Era raro ver a mi viejo acariciar al gato, tal vez porque no tenía mucho recuerdo de que me acariciara o me abrazara a mí. Pero con el gato se daba ese permiso.

Lo vimos crecer juntos, hacerse un poco dueño de cada rincón de la casa. Compartimos charlas al calor del animal, que era como un fuego de esos de campo, que llama a arrimarse. Lo acariciaba yo un poco, lo acariciaba él otro tanto, y se nos escapaban algunos temas de conversación que se llevaban las tardes y las noches. Llegué a pensar que nos unía; que alzarlo era curarnos de algún modo.

Ayer, a eso de las cuatro de la tarde, volví de la Facultad y lo encontré a mi viejo sentado en el sillón grande del living. Estaba serio, con sus ojos verdes fijos en la ventana. Ni una palabra, ni una mirada, nada. No entendía qué hacía tan temprano en casa, así que pregunté. Se murió el gato, me dijo. Y los dos nos quedamos en un silencio imposible de llenar. Pensé en abrazarlo, pero no sabía cómo. Atiné a agarrar las llaves y salí corriendo. Volví a las dos horas, con una caja de cartón entre las manos. La apoyé en el piso y nos miramos. Es blanco, con algunas manchas negras. No hizo falta decir más.

martes, 4 de agosto de 2009

Borges y su padre

domingo, 2 de agosto de 2009

Viaje en taxi


La garganta se me llenó del recuerdo de aquel viaje desde el Hospital de Clínicas, mezcla de vuelta a casa y de nacimiento. Había cumplido ocho años hacía pocos meses. Ya pasaron veinticinco desde ese día, pero todo está demasiado presente.

Mi viejo salió desde la rampa de acceso del subsuelo que da a la calle Paraguay. Se pegó una corrida hasta la esquina de Azcuénga y se trajo un taxi poco menos que al hombro. Lo hizo bajar por la entrada de ambulancias, donde yo estaba con mi vieja, bastante arropado pese a ser pleno diciembre. No fue tarea fácil conseguir un taxi libre ese día. Todo el mundo estaba yendo al acto de asunción de Alfonsín.

Subimos y yo quedé en el medio. Todavía vivíamos en Larrea. El chofer, un tipo de unos cuarenta años, tomó por Pueyrredón (debería haber agarrado Junín, ahora que pienso). Cuando se prendió el reloj al bajar la banderita de LIBRE, empecé a ver cómo los números se movían a gran velocidad. En esa época a gatas si sabía contar hasta mil, pero me alcanzaba para entender que el número era enorme por la cantidad de ceros. Miré a mis papás para ver si se daban cuenta, pero seguían conversando con el taxista. Quise sacarme la bufanda escocesa de la boca para avisarles, pero en cuanto amagué sonó el grito seco de mi madre: ¿Querés que te internen de nuevo? En ese momento sentí que la vista se me nublaba un poco. Era demasiado chico para pensar que podía ser el efecto de los remedios que me habían dado para curarme la bronquitis o el mareo por haberme parado después de estar tanto tiempo en la cama.

Dejamos Nexo Deportes a la derecha, la Feria de Sarmiento y Pueyrredón a la izquierda y pude ver el cartel de Banchero, casi llegando a Bartolomé Mitre. Me acuerdo como si fueran hoy de las paradas que el transportista de la escuela hacía en esa pizzería todos los días, de camino a casa, para comerse una porción de fugazzetta. Era un acuerdo de caballeros el que teníamos. Como yo era el último en el recorrido, y de vez en cuando me ligaba una porción de muzzarella, mantenía un silencio cómplice. Yo calculo que mis viejos sabían de aquello, pero les parecía divertida la idea.

El taxi avanzaba medio lento. Cuando quise dar vuelta la cara para ver la Estación Once, un hombre solo y triste, que vendía escarapelas, me miró fijo de lejos y, sin aviso previo, me desmayé. La sensación fue rara, porque yo seguía viendo todo lo que pasaba. Hasta me veía a mi mismo sentado con los ojos cerrados. Papá estaba hablando con el taxista sobre los actos de campaña de Alfonsín, la 9 de julio llena, el cajón de Herminio. Me acuerdo lo contento que estaba. Nunca más lo vi así, creo. Fue como si toda su energía vital se hubiera consumido con la decepción.

Mi viejo se había deslomado en la campaña; le dedicaba tantas horas que mi forma de verlo era seguirlo en la patriada. Íbamos juntos al comité que habían puesto en el barrio y hasta ayudé a pintarlo. Bah, ayudé a pintarlo es mucho decir: tenía un palito largo de madera que había encontrado en la calle, con el que revolvía emocionado el tacho de pintura para que mi viejo no se encontrara con grumos. Pero qué contento estaba yo con todo eso, que parecía tan poco. Me aprendí la marcha y hasta la cantaba haciendo acompañamiento con un bombo chiquito que me habían regalado mis abuelos. Los actos en los barrios, las boletas de afiliación, la pegatina de carteles; hasta me acuerdo el día en que fuimos a Parque Lezama y De la Rúa me dio la mano. Hice de todo por la vuelta a la democracia y eso que sólo tenía siete años.

Si yo hablaba de política, teníamos tema de conversación asegurado en casa. Me acuerdo del día que la señorita de segundo grado, María Angélica, nos pidió que escribiéramos lo primero que se nos viniera a la cabeza al pensar en la palabra esperanza. Y yo puse sin dudarlo: “que gane Alfonsín”. Hasta le hice el escudo de RA y dibujé el saludo que hacía juntando las dos manos. En realidad, lo que yo quería era ver a mi papá contento cuando se lo mostrara. Como dos meses se habló en mi casa de ese cuaderno, aunque creo que la que más terminó hablando de eso fue mi vieja.

Mientras yo recordaba estas cosas como desde afuera, ella seguía en el taxi y no podía con su genio. Metía bocados todo el tiempo, sin darse cuenta de lo que pasaba con el reloj, conmigo o con mi viejo. No era radical convencida ni mucho menos, pero que no le nombraran a un peronista. Nunca entendí cómo reconciliaba ese odio visceral hacia el peronismo y el amor que sentía por su papá, peronista hasta la médula. Mi abuelo era un convencido. Hasta guardaba en la caja fuerte un pañuelo que El General le había regalado cuando se conocieron en un acto oficial.

El reloj iba corriendo cada vez más rápido, sin que nadie pareciera darse cuenta. Cuando pasamos por Rivadavia, las calles ya eran una explosión de banderas argentinas y de gente caminando para el Congreso. Serían las nueve de la mañana. Ahora me doy cuenta de por qué no agarramos Junín, debía estar todo cortado. Tomamos Hipólito Yrigoyen, luego Alberti y por ahí desembocamos en Larrea. Mi casa estaba casi llegando a Bartolomé Mitre, pero el taxi siguió de largo. Intenté decirles, pero no lograba despertarme para hacerlo. Cruzamos Corrientes y de pronto la luz de día se fue transformando en tarde y, después, en ausencia y en noche. Para cuando llegamos a Santa Fe, debían ser como las diez. Unos policías nos frenaron haciendo señas. Me llamó la atención que no tuvieran puestas las mangas blancas que siempre usaban. El taxista, un hombre ya mayor y entrado en canas, me explicó que había un desvío por la gente que se había agolpado en la casa de Alfonsín.

Sin saber cuándo ni cómo, me bajé del taxi solo, sin ellos. Me acerqué a la ventana del acompañante, miré el reloj que ya no tenía bandera y mostraba menos ceros, pagué con dos marrones y el taxista me dio el vuelto con unos billetes raros de dos pesos. Caminé unas cuadras, siguiendo a la gente, hasta cruzar Rodríguez Peña. Otra vez las caras de la infancia, las que llenaban los afiches que tantas veces había pegado con mi viejo, aparecían en gente de carne y hueso, canosa y sin mucho pelo. Los entrevistaban de los noticieros. Me llamó la atención que muchos de ellos me reconocieran y me saludaran; incluso algunos hicieron referencias a mi paso por el Colegio y por la Facultad. Los miraba con asombro, lo confieso. ¿En qué momento de aquel viaje había yo intentado seguir los mismos pasos de mi viejo? Respiré al ver a Nicolás, una cara más cercana. Cuando le pregunté por todo aquello, me explicó que había logrado escapar a tiempo.

No había hecho ni treinta metros desde la esquina cuando los vi comprando escarapelas a un hombre triste, de sobretodo, detrás de un kiosco de diarios. Ahí estaba mi viejo en el silencio impenetrable de todos estos años. Nos miramos con intensidad y me escapé llorando. Caminaba desconsolado entre la gente que colmaba la avenida.

Todos creían que era un llanto de pesar, de despedida a Don Raúl, para muchos casi como un padre. Hasta hubo quien me dio una palmada de consuelo. Para mi era el llanto de una bronca amarga y contenida, que me había robado el aire en el ’83, por extrañarlo tanto, y que volvió a aparecer esa noche, al darme cuenta de que nunca más lo vi contento. Intenté de todo, lo prometo. Pero esa alegría de mi viejo se había muerto.

Ojo por ojo


Estaba recorriendo Boedo y ya era tarde. Me faltaban menos de dos horas para tener que llevar el auto al lavadero. De ahí, hasta Ramos Mejía para pagar el alquiler y entregárselo al peón del turno mañana. Era una noche fría y la verdad es que tenía más ganas de estar en casa abrazado con Claudia que de andar yirando para hacer el mango.

En eso veo en la esquina de San Juan a una señora mayor que me hace señas. Me acuerdo que pedí al cielo que no me llevara a la otra punta del planeta. Estaba cansado y lo que no había hecho de guita hasta esa hora, no lo iba a hacer con la pobre vieja. Los saludos del caso, a dónde la llevo y la respuesta: Av. Eva Perón al fondo, casi llegando a Lugano. No está tan mal, pensé. La dejo, agarro General Paz, Rivadavia y estoy en un rato en lo del Gaita para entregar el auto.

Ahí mismo me metí por Boedo, busqué Juan B. Alberdi, pasé por Parque Chacabuco, la Medalla Milagrosa y cuando terminé de dejar atrás la autopista que me pasaba por arriba de la cabeza, cruzando Thorne, esta mujer me pide que doble. La calle estaba mitad empedrada y mitad llena de baches. La semana anterior había dejado un amortiguador en un pozo indecible en Valentín Gómez y Boulogne Sur Mer, así que fui despacio para evitar sorpresas.

No habíamos hecho ni cuatro cuadras por adentro cuando de pronto me aparece de la nada un cana con linterna y me hace señas para que pare. Lo que me faltaba, dije para mis adentros. Lo primero que hice mientras aminoraba la velocidad fue decirle a la mujer que se calmara, que no pasaba nada y que era la policía. Lo único que podía empeorar las cosas era que empezara a abrir la boca de más o engranarse. Cuando nos acercamos bajé el vidrio hasta la mitad, saludos de rigor y cuando amagué a sacar los documentos del auto el agente me preguntó medio apurado, mirando de reojo a la vieja:

Dígame, ¿no ha visto pasar a unos tipos con dos ruedas de auto?

La verdad que no, fue mi respuesta. Veníamos despacio por esta calle pero no hemos visto a nadie. ¿Qué pasó?

Y ahí nomás empezó la situación más absurda de la que tenga memoria. Y le juro que tengo años de tachero encima; he visto de todo acá en el auto, no se vaya a creer que soy un fresco. Pero aquello era cosa de cuento.

Mientras terminaba de bajar la ventanilla para escuchar mejor lo que decía, el agente se sacó la gorra y me señaló un patrullero Fiat Siena que estaba parado casi en la esquina. No va que me dice:

Acá estábamos con el Principal Ramírez y el Agente Lucic haciendo un operativo en el primer piso de este inmueble y cuando bajamos nos encontramos que nos faltaban dos ruedas, ¿lo puede creer? Tenemos que reponerlas, ¿no sé si me entiende?

Yo le expliqué que veníamos de cuatro cuadras atrás y que no habíamos visto a nadie. Tratando de darle más fuerza a la respuesta la miré a la vieja como esperando que asintiera. La pobre mujer no entendía nada de lo que estaba pasando.

El Agente Randazzo —según el cartelito de plástico que tenía en la camisa— me mira y me dice que tenían que encontrar las ruedas sí o sí. Yo le confieso, antes de que me pregunte, que el espectáculo era entre trágico y cómico. Usted viera ese patrullero recién lavado, brillante, pero que tenía en lugar de las dos ruedas del lado izquierdo, dos tronquitos que se ve que habían preparado los chorros para la faena. Yo ya me preguntaba cómo cuernos era que se habían robado las ruedas de un patrullero, habiendo tanto auto estacionado en esa vereda.

Le estaba debiendo alguna respuesta al policía, así que miré a la vieja serio, tomé la radio y modulé pidiendo un auto de reemplazo. Ni bien me tiraron el cinco barra cinco le expliqué a la señora que tenía que bajarse, que ya venían a buscarla con otro auto. No terminaba de caerse la quijada de la pobre mujer con la noticia que ya le había dicho al cana que contara conmigo, que íbamos a salir a buscar por el barrio.

Usted me preguntará para qué el ofrecimiento. Mire, yo la colimba la hice en la policía. Era la época en que te podías asegurar hacer sólo un año de servicio en lugar de dos si resignabas ir a sorteo y te metías en la Federal de voluntario. Algunas cosas me quedaron de esa época. Una de ellas es que, en esa situación, estos pobres no podían modular el robo al comando radioeléctrico. No tenía que hacer muchas cuentas. Era obvio que estaban en falsa escuadra por algo. No iba a ser yo quien preguntara, claro. Otra cosa que también aprendí estando en la taquería —tal vez más importante que la anterior— era que no había nada mejor que tener a un policía en deuda con uno. Y en esto del taxi nunca se sabe cuando puede uno caer en desgracia y necesitar una mano. Así fue que dejamos a la vieja con Lucic, que de paso cuidaba que no le emparejaran el auto llevando las otras dos ruedas. Ramírez se me sentó al lado y Randazzo venía atrás. Ramírez era el que mandaba.

Empezamos a recorrer el barrio. Yo no decía palabra y me limitaba a escuchar. En un momento se ve que Ramírez se sintió en la necesidad de confesar a alguien sus pecados. Nada a lo que uno no esté acostumbrado, vió. Los tacheros tenemos algo de confesores así como nos ve.

Me miró fijo y me tiró:

¿Tenés nombre?

Lorenzo, le dije.

¿Nombre o apellido?

Roberto Lorenzo, como mi viejo.

Y ahí mismo me desembuchó la historia. Resulta que así como yo quería estar abrazado con Claudia en esa noche de perros, los muchachos andaban querendones. Y se mandaron con el móvil para el puterío de la calle Torne. Yo calculo que tendrían que cobrar algunos pesos para repartir, porque si no ni loco llevan a un Principal en el auto, pero de paso se quisieron llevar unos mimos.

A todo esto, mientras escuchaba atento a Ramírez, yo venía relojeando por el espejo a Randazzo que estaba sentado en el asiento trasero y movía la cabeza para un lado y para el otro. Parecía un faro el loco. Ojo que Ramírez también me hablaba sin sacarle la vista a la calle. Los dos estaban como linces. En un momento Ramírez me dice:

Andábamos cortos de tiempo, ¿me entendés?

La verdad es que no entendía, pero estaba seguro de que me lo iba a explicar. Dejó pasar unos segundos y otra vez empezó con la perorata.

Estábamos cortos de tiempo porque el Subcomisario nos esperaba…

Yo con eso confirmé para mis adentros que había guita de por medio, pero me quedé calladito la boca. No sea cosa que se la agarraran después conmigo. Y siguió:

Llegamos con el patrullero, bajamos, cerramos todo y subimos los tres. Me pregunto por qué mierda teníamos que bajar los tres al mismo tiempo. Si aunque sea uno se hubiera quedado… Pero había poco tiempo y nos mandamos nomás. Y vos vieras cómo le dimos, che. Las chicas estaban especiales. Yo no soy de entregarme a la lujuria así nomás, no te vas a creer. Yo sé que la Virgen y los Santos te llevan montado en un huevo después si andás mucho de juerga. Y nosotros en la policía somos muy devotos de la Virgen de Luján y yo no quiero quilombos. Además estoy casado.

Yo cada tanto le tiraba una mirada y asentía, como para que no se sintiera solo en el relato. Pero cuando uno que anda con culpas se larga a hablar en el taxi no hay quién lo pare, le juro:

Cuando terminamos con lo nuestro, bajamos pipones, como recién comidos. Y ahí estaba nomás el muy turro. Se lo veía ladeado, para qué te voy a mentir. Y como nosotros habíamos dejado el auto en la vereda de los impares, lo veíamos del lado que todavía tenías las ruedas. Pero estaba torcido. ¡Para qué! Cuando dimos la vuelta… Te juro que los tres nos quedamos mudos.

En eso lo mira a Randazzo, recobra la voz de mando y le dice:

Pibe, si vos llegás a abrir la boca de esto en la comisaría…

Randazzo lo miró como si le hubiera hablado el diablo mismo del cagazo que tenía. Ramírez siguió con la historia:

No podíamos llamar al comando. ¿Te imaginás si tiraban por la radio que al móvil nuestro (y ojo que te lo dicen con número y todo, como para que no queden dudas) le habían robado las dos ruedas…? Yo ahí mismo tengo que renunciar. Y ojo que no tanto por los días de arresto o por el legajo, que esos me los banco. Pero, ¿sabés lo que es salir a la calle después? Porque acá en la fuerza todo se sabe, ¿me entendés?

Y la verdad es que lo entendía; yo mismo laburo con una radio arriba del auto. La gente está al pedo y escucha todo lo que se dice. Imagínese si le salen con que al patrullero tal le “hicieron” las ruedas. Esos pobres no pueden pisar más una comisaría. Y así fue que me pararon con el tacho, pensé. Pero déjeme que le termine el cuento, porque no tiene desperdicio.

Ya llevábamos unos diez minutos dando vueltas, haciendo como una grilla siguiendo el sentido del tránsito en dirección este-oeste y después al revés. Yo me sentía como un policía de nuevo. Hasta me había imaginado qué hacer si se armaba el tiroteo. Los pibes no me iban a creer la historia cuando volviera a casa, pensaba. Usted vio que cuando uno está en este tipo de merengues se le da por fantasear la del héroe. Menuda sorpresa me iba a llevar.

Como no aparecían los chorros, yo medio que me iba impacientando. Casi se me dio por tirar la idea de ir a la villa que está cerca del Parque Roca, porque seguro se habían mandado para ese lado. Menos mal que me callé la boca, porque iba a quedar como un tarado. En eso escucho que Randazzo le dice a Ramírez a los gritos:

Mire mi Principal, ¡ahí, ahí!

Juro que estiré la vista todo lo que pude, pero no había ni un alma; ni señales de los chorros y las ruedas. Los miré a ellos mientras se preparaban para bajar esperando una explicación. Me llamó la atención que no metieran mano a la cartuchera, aunque más no fuera por reflejo. Pusieron pie en tierra con demasiada calma. Cerraron las puertas y en eso Ramírez me mira serio y me dice:

Listo che, ya estamos.

No entendía nada. No había un alma en esa cuadra. Pero entre que yo miraba para un lado y para el otro a ver de qué cuernos me estaban hablando, Randazzo se me apareció en la ventanilla y haciendo señas con el pulgar apuntando para atrás me dijo:

Abrite el baúl. ¿Tenés llave y criquet, no?

Estuve lento, se lo confieso. No terminó de hacerme la pregunta que veo un Fiat Siena solito, solito, estacionado a mano derecha. Ramírez me dijo ahí mismo:

Dale Lorenzo, que hay que meterle pata. El Sub todavía nos espera…

Ahí estaba yo, rodilla en piso junto con Randazzo, afanando dos ruedas al Siena gris. Por lo menos Randazzo se había sacado la gorra y eso me hacía sentir menos pelotudo. Mientras tanto, Ramírez —que seguía con la gorra— marcaba la cuadra, para ver si venía alguien. ¡Estos dos querían dejarle el auto así nomás torcido sobre la calle! Ahí me planté serio y les dije:

Esperen que por lo menos le pongo un par de ladrillos.

Me fui a una obra de mitad de cuadra, me llevé una buena pila de ladrillos y entre los tres se los dejamos bien puestos para que no se le rompieran los semiejes. Con eso medio que me sentí más aliviado. Nos sacamos la mugre de las manos, metimos las ruedas en el baúl (menos mal que el mío es gasolero y no lleva tanque de gas) y enfilamos para el patrullero.

Nunca tardé tan poco en poner unas ruedas como esa noche. Mientras ajustaba los tornillos, Lucic me confirmó por lo bajo que había venido un móvil de la misma radio para buscar a la vieja y me sentí más tranquilo. Cuando nos estábamos despidiendo, yo todavía tratando de lavarme las manos con agua del cordón, el Principal Ramírez me dijo con aires de sabiduría:

Esto te enseña que hay que pensarlo dos veces antes de irse de putas por ahí, Lorenzo. La lujuria es el peor de los pecados, como decía el cura...

Asentí mansamente para no llevarle la contra, pero que quede claro que a las putas habían ido ellos, no yo.

El desgraciado ya se había metido al patrullero y ni una tarjeta me había dejado para mangarlo en caso de urgencia. En eso baja la ventanilla —yo parado todavía en la vereda— me mira con cara de vivo y me dice para rematar la noche:

¡Cómo zafaste vos, eh! Largó una carcajada inmunda junto con los otros dos que le hacían festejo. ¡Decí que resultaste gauchito!

Mientras se iban me quedé mirando mi auto parado cerca de la bocacalle, con el baúl todavía abierto. No sabe lo otario que me sentí al ver las letras plateadas que decían “Siena”. Zafé por ser gauchito, es verdad, pero con la cana hay que tener cuidado. Palabra.

domingo, 26 de julio de 2009

Siete años de mala suerte, por José A. Bello


Un día me desperté y no había más espejos en casa. Como pasaba poco tiempo ahí y tenía el pelo más corto que ahora, no le di mayor importancia. Afeitarme no era difícil y lavarme los dientes tampoco, así que la vida sin espejo no fue tan complicada después de todo.

A veces quizás en alguna vidriera o en el espejito que hay en cada vagón de subte, incluso en el vidrio de la puerta del tren justo antes de que se abriera, me miraba, corregía mínimamente mi peinado y corroboraba que no tuviera migas, perejil y otros invasores faciales indeseables.

Así viví un tiempo largo sin que nadie lo notara. A los ojos de todos yo era el mismo de siempre. Pero algo pasó que me complicó las cosas. Otro día, seguramente producto de no mirarme en el espejo con la suficiente frecuencia, mi cuerpo empezó a desaparecer. Cosa rara, porque los demás no lo notaban.

Animal de costumbre, me adapté a la perfección. Todo lo resolvía en el momento. Me afeitaba acariciando mi cara, me lavaba los dientes lamiéndolos para ver si ya estaban, me peinaba despeinándome en realidad y adoptando una actitud de no me importa soy así. Todo lo demás lo hacía de memoria. Y cuando me surgía alguna duda, me acercaba a otra gente y conversaba, inventando observaciones que derivaran en una descripción de mí completamente casual. Como "qué largo tenés el pelo, te crece mucho más que a mí", o "tengo que empezar a hacer ejercicio". Así me manejé por años. El silencio de los otros era mi propia aceptación. Si nadie me decía que estaba mal, entonces no debía estarlo, y así.

Pero llegó mi maldito cumpleaños. Y los que me quieren decidieron regalarme un espejo, justo de la medida del que se había esfumado años antes. Apenas se fue el hombre desagradable que lo instaló me paré frente al vidrio plateado y me impresionó lo que vi. Estaba yo, como nunca me había visto antes. Con canas y menos pelo, dejado, desprolijo, mal vestido, con una postura bastante desagradable y un gesto parecido a una sonrisa pelotuda que desapareció instantáneamente cuando la noté.

Horrorizado salí a la calle. Necesitaba hablar con la gente que me rodeó durante los últimos años. Retarlos, exigirles explicaciones. ¿Cómo no me habían avisado? ¿En qué me habían dejado convertirme? Como lo ví, eran todos culpables. De una forma u otra todos me aseguraban que habían intentado llamar mi atención, hacerme notar diplomáticamente que no iba por el mejor camino. Pero nunca los ví, eso dijeron. Imposible que no los viera. Enojado, confundido volví a casa. Todavía no podía ver mi cuerpo sin ayuda del espejo. A pesar de que buscaba mis brazos, mi torso, nada. Podía tocarlo, pero no verlo. Me indignó que nadie hubiera hecho nada por mí. Para ellos yo nunca me había ido, sólo que ahora me movía gracioso como si tuviera hormigas adentro de la ropa.

Lloré mucho por el tiempo perdido. Insulté a toda toda la gente que conozco. Me resigné a vivir en un departamento con ascensor sin espejo y con palier sin espejo. Y lloré de nuevo.

Horas más tarde con las lágrimas secas sobre mi cara caminé hasta el baño. Me purifiqué con agua helada, me miré un rato corto para no sentirme tan mal y salí apurado, sin escalas, hasta el gimnasio, y me anoté.

Esto fue hoy. En unos minutos tengo mi primera sesión. Decidí ponerme mi mejor remera y peinarme para el otro lado.

Borges sobre la metáfora (1982)


Señoras, señores:

He consagrado mi vida a la literatura. Es decir, a leer, a disfrutar, a meditar, a sentir, a ser feliz, a comprender, a tratar de comprender y cosechar líneas y, finalmente, a ponerlas por escrito y eventualmente publicarlas.

Mi amigo y maestro Alfonso Reyes me dijo una vez: "Publicamos nuestro libros para librarnos de ellos, para no pasar el resto de nuestras vidas corrigiendo borradores". Eso es cierto (risas). Pero cuando publico un libro lo dejo abrirse paso. Nunca he leído un solo comentario sobre nada mío. Afuera. Dejo que el libro siga su propio camino y, entonces, pueda ir hacia otro y quizá a mejor suerte. Por supuesto he leído libros de estética: he leído a los griegos, he intentado leer a los alemanes -no siempre con éxito- (risas y aplausos) y, desde ya, leído y releído el edicto de Wordsworth sobre los valores de la Naturaleza -1798, claro-. Todo eso condujo a un específico libro de estética por Croce, que depara buena lectura pero a él no lo lleva demasiado lejos (risas).

En el curso de mi vida he debido encarar varias teorías. Me referiré a una que refuté -si bien ahora no estoy tan seguro de que se haya tratado de una refutación, en cierta medida lo fue-. Lugones, en su famoso Prólogo al Lunario Sentimental, publicado en 1907, dijo que la metáfora es el elemento esencial de la poesía. Y mucha gente pensó lo mismo, al menos la de mi generación. Tengo entendido que los chinos en vez de hablar de "universo" lo llaman "Los Diez Mil Seres"; presumo que quieren decir los diez mil arquitectos, ya que hay más de 10.000 hombres o 10.000 perros o gatos en el mundo. Estos diez mil arquitectos deben de haber logrado una combinación riquísima desde el momento en que se puede comparar cualquier cosa con cualquier otra y hasta incurrir en la atrocidad de Vicente Huidobro que descubrió en los vagones del ferrocarril las cuentas del rosario. Porque si se pudieran comparar los coches del tren con un rosario, la belleza exigiría violencia.

Por mi parte, también yo hice todo lo que pude para combinar, o sea, para provocar nuevas metáforas; y después de un tiempo sentí que quizá sólo había unas pocas metáforas esenciales.

Pensé que al margen de las que provienen de meras combinaciones de palabras tal vez sólo hubiera, digamos, cuatro o cinco metáforas -vínculos- esenciales.

De ellas, la primera sería, por supuesto, el tiempo y el río. Creo que ése era el título de una novela. Lo cierto es que basta con leerlo: se lee "el tiempo y el río" y uno siente que tiempo y río son esencialmente lo mismo. Cuando Heráclito dice que nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas están cambiando, uno siente que él escribió esta línea para que sienta no solamente que el agua está cambiando, sino que uno está cambiando. Uno es el río. De modo que -pienso- esa metáfora esencial -tiempo y río- es una metáfora real, no un mero juego de palabras. Recuerdo una línea que Lord Tennyson escribió alrededor de 1850. Dice así "Time in flowing through the middle of the night" (El tiempo fluye en medio de la noche). Ahí pueden ustedes palpar las casas silenciosas, las ciudades dormidas y el tiempo fluyendo por su propio cauce sin que nadie lo advierta, excepto quizá Dios. ¡Qué placer! ¿Se dan cuenta? Esta es una de las metáforas esenciales: el tiempo y el río.

Y después tienen esta otra que para mí es recurrente. La idea de que la vida es sueño. Calderón escribió: "La vida es sueño", "Life is a dream". Viniendo de nosotros resulta bastante escueta, pero Shakespeare escribió: "We are such stuff/ as dreams are made on; and our little life/ is rounded with a sleep" (Estamos hechos de la misma materia de los sueños y un sueño sella nuestra exigua vida). Por supuesto, con "misma materia de los sueños", Shakespeare nos hace pensar en el hacedor de sueños, en "el tejedor de sueños". Siento que así se compagina una hermosa metáfora.

También hay otra que siempre emerge del parentesco del sueño con la muerte. En el Libro de los Reyes del Antiguo Testamento y a propósito del entierro de David se lee: "Y él durmió con sus padres". Todo el pasado se recobra "con sus padres", todas las generaciones pasadas. Otra verdadera metáfora o metáfora esencial sería la vinculación de ojos y estrellas.Existe un libro que se llama -no recuerdo el nombre del autor- Las estrellas miran hacia abajo. Uno piensa entonces en el desfile de las generaciones del hombre mientras esas estrellas indiferentes miran hacia abajo. Pero el mejor ejemplo lo encontramos en Chesterton. Dice "But I shall not be too old to see the enormous night arise, a cloud that is louder than the world, and the monster made of eyes" (Pero no seré demasiado viejo para ver la inmensa noche alzarse, una nube con más estruendo que el mundo, y el monstruo hecho de ojos). No lleno de ojos, como el monstruo en el Libro de las Revelaciones, sino hecho de ojos, y esto es realmente pavoroso.

También habría una verdadera metáfora, una metáfora esencial en el símil de mujeres con flores. Swinburne hace decir en una línea a la reina de Samotracia -una reina mítica y sin duda bella- lo siguiente: "God making roses made my face" (Dios, haciendo rosas, hizo mi cara). Ahí uno siente la belleza al mismo tiempo que la fragilidad, porque se piensa en rosas, en rosas abiertas que después pasan nada más.

De modo que pensé -dije para mí- sólo hay unas pocas metáforas esenciales, el resto consiste en destrezas, en juegos de palabras que van y vienen.

Mucho después descubrí metáforas, espléndidas metáforas que no calzarían en aquellos moldes y que me gustaría comentar con ustedes. Por ejemplo, cuando Shakespeare escribió: "The music, the food of love" (La música, el alimento del amor), siendo diferente de las otras metáforas nos parece sin embargo verdadera. También encontré una metáfora magnífica y venerable en el libro según creo de un hindú, cuya línea dice así: "Los Himalaya son la risa de Siva", las montañas terribles son la risa del terrible dios. Me pregunto si podemos ceñir esto a un molde. También descubrí en la poesía de un místico el verso siguiente: "La luna, espejo del tiempo". Uno piensa en la luna, esa cosa endeble y amarilla suspendida en el cielo y que rueda y rueda para siempre, y tiene ahí la luna endeble y el tiempo eterno.

Y, por supuesto, hay muchas frases, muchos versos que son magníficos y que no parecen realmente metáforas. Por ejemplo, cuando William Butler Yeats escribió: "That dolphin-torn, that gong-tormented sea" (ese mar desgarrado de delfines, ese mar atormentado de gongs /trad. J. L.B.), yo me pregunto si quiso decir algo. No lo creo (risas). Aunque sería lo de menos... "That dolphin-torn, that gong-tormente sea" es en cierto modo mágico. En esta otra línea de su gran compatriota James Joyce: "Beside the rivering waters of" -pausa- "hither and thithering waters of" -pausa- "night" -pausa-, en esta línea quiero decir que uno dice "Beside the rivering waters of, hither and thithering waters of, night" y la luz se va desvaneciendo. Uno debe hacer alto cuando dice "the rivering waters of, hither and thithering waters of". Tiene que ser dicho en inglés -hitherthithering-, en español es abstruso, quizá en alemán (risas), "Hither and thithering waters of, night".

Hay, entonces, versos diferentes y que nos hacen sentir una magia. Por ejemplo éstos -si bien la idea es un lugar común, son espléndidos- que nos llegan de Shakespeare: "Music to hear, why hear´st thou music sadly?". Ahora viene el martilleo, aunque "martillo" es una palabra demasiado dura, viene el hechizo, la música."Music to hear, why hear'st thou music sadly?/ Sweets with sweets war not, joy delights in joy" (Si eres música al oído, ¿por qué la música te entristece?/ Entre amantes no hay discordia, el goce goza en el goce). Para mí son magia pura.

Ahora bien, volviendo a lo que dije al comenzar, Lugones pensó que la metáfora era esencial para la poesía y, sin embargo, hasta donde yo sé, no se encuentran metáforas -o apenas una insinuación y nunca la metáfora declarada- en la poesía china y en la japonesa. No hay metáforas, según recuerdo, mientras que en el caso del inglés antiguo, por ejemplo, la poesía está hecha de metáforas. Así, cuando llaman al mar "la ruta de la ballena", la vastedad de la ballena sugiere la vastedad del mar; y al mismo tiempo, en contraste, cuando lo llaman (al mar) "camino del cisne", en un cisne infatigable dan la extensión del mar propiamente dicho.

Todo cuanto hemos hablado nos lleva a un hecho harto evidente, el hecho de que la poesía es tan misteriosa como la música y que intentar descifrarla nos enredará en nuevos juegos de música y de palabras.

Muchas gracias.

(Fuente: http://sololiteratura.com/bor/bormagiapura.htm)

sábado, 11 de julio de 2009

Con muy poco


Cuando sonó el timbre fuimos corriendo al kiosco de la cooperadora para llegar primeros. Si no nos apurábamos después venían los de cuarto y terminábamos comprando casi al final del recreo, cuando ya no había tiempo. Juntábamos las monedas que nos quedaban de los mandados y con eso teníamos suficiente plata para comprar el Suchard que compartíamos todas las mañanas. Ese día el alfajor estaba más rico que nunca, tal vez porque cuando empezaba el calor los guardaban en la heladera.

Nos fuimos al patio de afuera, el que daba al Jardín de Infantes, sobre la calle Paraguay. Era un gran lugar para nuestras charlas. Flotaba la sensación de que la aventura estaba al alcance de la mano en ese patio lleno de plantas y árboles gigantes. Era la parte de la Escuela en la que el edificio viejo de la secundaria se juntaba con el nuevo, donde estábamos nosotros. La escalera de incendio que iba por afuera del edificio era una invitación a soñar con escaparnos a ver qué pasaba en la inmensidad de la planta baja. Ahora me acuerdo sonriendo de esa idea, porque era la misma calle a la que todos los días salíamos a las doce y cuarto con nuestros viejos, no tenía nada de asombroso, pero saliendo a escondidas por la escalera tenía otro sabor, como si el mundo fuera otro por el sólo hecho de verlo sin permiso.

Abrimos el envoltorio dorado y rojo —todavía me acuerdo de esa sensación— y lo compartimos como me había enseñado mi abuelo: uno partía, el otro elegía. Creo que nos tocaron pedazos parecidos ese día. Marcelo le pegó el primer mordisco y, con la boca todavía llena de migas, me preguntó qué había hecho el fin de semana. Yo no me podía quedar atrás porque se nos pasaba el recreo, así que hundí los dientes hasta que apareció la mousse de chocolate que hacía del Suchard el mejor alfajor del mundo. Hice dos o tres masticadas para poder hablar y empecé a contarle.

—Fuimos con papá a lo de mis abuelos. Vino mamá también en el coche.

Marcelo me miró mientras masticaba, esperando que siguiera, como si supiera de antemano que algo extraño había pasado y que merecía ser contado. Me pregunto qué me habrá delatado. Tal vez fue la sonrisa que llevaba encima, no lo sé.

—Fuimos a donde están las cañas en el fondo de la casa de los abuelos. Viste que viven más afuera, como en el campo. Hay tren ahí. Cerca del gallinero hay un montón de cañas re largas. Yo lo seguí a papá que iba con el Coco. ¿Te acordás del perro de mis abuelos? Papá llevó un cuchillo enorme. Yo no sabía para qué. Nos metimos los dos entre las cañas. Yo tenía un poco de miedo, porque no se veía nada para afuera. Sólo veía los bolsillos del pantalón de papá que iba adelante y al Coco que siempre me sigue. Papá iba corriendo las cañas para pasar. De golpe empezó a cortar una bien larga y finita, que estaba toda seca. La cortó de abajo, cerca del suelo. Fue muy rápido, porque mi papá tiene mucha fuerza.

Mientras le daba otro mordisco al alfajor, Marcelo me preguntó para qué era la caña. La verdad es que hasta ese momento ni yo tenía mucha idea, porque papá no me había dicho nada todavía, así que seguí contándole la historia para no perder el hilo.

—Cuando la caña estaba suelta, papá se dio vuelta y nos empezamos a ir. Yo lo agarré del cinturón para seguirlo. Me daba miedo perderme ahí. Me acuerdo que las cañas tenían como unas hojas largas que se me venían a la cara. Por suerte salimos de una vez y aparecimos en el fondo de lo de mis abuelos. Papá se sentó en la mesa del patio con un cuchillo y una sierrita que sacó del galpón. Primero cortó dos pedazos de caña que eran largos así más o menos. Después agarró el cuchillo, paró uno de los pedazos y le metió el filo del cuchillo en una punta y fue empujando para abajo haciendo unas tiritas largas y chatas. Entonces me dijo que fuera a buscar hilo, que la abuela tenía; él se fue para adentro y trajo un papel medio raro color verde. Era recontra finito, nada que ver con una hoja del cuaderno. También trajo una plasticola grandota. Me sentó al lado, me dio dos de las tiritas de caña y me dijo que las sostuviera cruzando las puntas. Él empezó a pasarles hilo para un lado y para el otro y después le hizo nudos.

Marcelo se estaba por terminar el alfajor pero no podía dejar de mirarme cuando contaba la historia. Los dos sabíamos que se nos venía el timbre encima, que todos iban a salir corriendo para clase, pero tenía que terminar la historia. Me hizo señas con las manos de que siguiera rápido.

—Atamos las dos puntas de las otras tiras y nos quedaron dos “V” cortas mayúsculas como las que dibuja la señorita en lengua. Después me enseñó a atarlas y nos quedó un cuadrado grande. Ahí él armó una cruz con dos tiras de caña, una más larga que la otra, y me dijo que atara las puntas de la cruz a cada uno de los nudos del cuadrado. El cuadrado se nos estiró un poco, ya no parecía tan cuadrado, pero papá dijo que eso era mejor para volar…


¿Volar? —me preguntó Marcelo. La verdad es que yo también me asombré cuando papá me dijo esa palabra. No entendía qué tenían que ver las cañas con volar.

—Sí, volar. Esperá, no seas apurado. Trajo el papel ese que te conté que era finito; me dijo que se llamaba papel barrilete. Le pregunté qué era un barrilete y me dijo que era lo que estábamos haciendo. Puso el papel abierto en la mesa y apoyó encima el cuadrado de cañas. Me enseñó a doblar el papel para pegarlo. Después de que terminamos lo dio vuelta y me dijo que así no servía, que tenía que estar más estirado el papel. Me pidió que buscara el rociador que usaba la abuela para planchar, el que yo traje una vez para jugar al carnaval, ¿te acordás? Me fui corriendo hasta el lavadero; no sabés lo rápido que corrí, seguro que te ganaba si competíamos. Volví con el rociador y se lo di a papá. Empezó a tirarle al papel y lo mojó todo.

—¿Mojó todo el papel?

—Sí, pero después lo colgó de la ventana y me dijo que había que esperar que se secara. Me pidió que sacara de su bolso una tela roja. Me mostró cómo cortarla con la tijera. ¿Cortaste tela alguna vez? Es más difícil que cortar papel. Tenía que hacer unas tiras así de largas y tratar de que me quedaran derechas. Es re difícil. Después agarró un hilo fuerte que tenía y lo ató a la parte de abajo y me dijo que le hiciera como moños con la tela. Me alcanzó para hacerle un montón de moños; como cincuenta. El papel ya estaba seco. Papá trajo un rollo grande de hilo, cortó unos pedazos, hizo unos nudos y me dijo que estaba listo para volar.

Marcelo seguía fascinado con el cuento, pero de pronto sonó el timbre. Nos miramos un segundo y sin decir una palabra los dos corrimos a la escalera y nos quedamos escondidos en el primero de los descansos. Me metí el último bocado del alfajor en la boca y me preparé para seguir contando la historia.

—Nos fuimos al medio del parque. Papá me agarró las manos bien fuerte para mostrarme lo que tenía que hacer para que el barrilete volara más alto. Después me dijo que agarrara el rollo de hilo y que empezara a correr. Él me seguía de atrás con el barrilete en la mano y los dos corríamos cada vez más rápido. Lo soltó y me dijo que siguiera corriendo y que largara de a poquito el hilo. El barrilete empezó a volar. Me frené y papá vino a mostrarme bien cómo tenía que hacer. Un tirón y otro y otro y el barrilete subía cada vez más. Después había que soltar un poco de hilo y otra vez los tirones y el barrilete subía. En un momento me soltó las manos y me dejó hacerlo solo, mientras me sostenía los hombros. ¡No sabés lo alto que volaba! De repente se me empezó a acabar el hilo, así que tenía que agarrar fuerte para que no se me escapara. Papá me seguía sosteniendo de los hombros. Y en eso me dio una palmada en la espalda y empecé a caminar solo siguiendo al barrilete. El viento se hizo un poco más fuerte y empecé a trotar por el fondo de la casa de un lado para el otro. Cada tanto me daba vuelta y lo veía a papá que se reía. El Coco me corría de atrás ladrando porque estaba contento también. Pero de golpe vino un viento fuerte, sin querer tropecé y me empecé a caer. No solté el hilo. Lo tenía bien enroscado en la mano, me daba como tres vueltas. Se me puso medio blanca, como cuando te ponés las bolsas pesadas del supermercado. Y el viento se hizo más fuerte y más fuerte y en lugar de caerme empecé a sentir que me despegaba del piso. Al principio tenía mucho miedo, porque nunca había volado. Pero después me empezó a llevar más y más y volé un montón de rato por encima de la casa de mis abuelos y por todo el barrio. El Coco no paraba de ladrarme y papá estaba re contento ahí abajo porque yo volaba. Estuve como mil horas con el barrilete que me hizo mi papá. Acá me traje un pedacito de la cola. Si querés te lo cambio por una Tita.

—¿En serio? ¿Y está bueno volar?

—Está buenísimo. Si querés le digo a mi papá que te haga un barrilete de los mágicos así podés probar vos.

—¡Dale!


En ese momento apareció la maestra, que ya nos conocía el escondite y nos mandó para adentro en penitencia. Mientras caminaba con Marcelo le conté que después de volar toda la tarde con el barrilete mi papá se tomó conmigo una taza gigante de Nesquik y compartimos unos panes con manteca que hizo la abuela. Estuvo buenísimo.