lunes, 21 de septiembre de 2009

Fuera de foco


Eugenia escuchó el sonido leve de la alarma del celular, se levantó, buscó la cartera y sacó el sobrecito de plástico. Miró el recorrido incompleto de los días impreso en el papel metalizado, respiró profundo y soltó de su prisión la pastilla que terminó en su mano. El ritual ya era perfecto. Los movimientos discretos hacían de ese último acto de individualidad del día un evento casi imperceptible para el resto del mundo.

El ruido del gas escapando de una botella de Coca-Cola recién abierta la devolvió al living de Julia, donde estaba comiendo unas pizzas con sus amigas del trabajo. Se sentó de nuevo y trató de mostrar interés por el debate sobre modelos de cochecitos para bebes. El consenso final entre Julia y Mariela había sido que el de tres ruedas era la mejor opción. Mariela ya había tenido a Felipe hacía unos meses y Julia trataba de llegar al mes nueve con toda la información posible, como si la decisión anticipada del cochecito o la conversación sobre el color de caca durante el comienzo de la lactancia pudiera apurar el tranco del embarazo.

Eugenia sintió que ya había visto esa película. Podía repetir casi de memoria las charlas previas a cada uno de los casamientos de su grupo de amigas. Todas se casaron en menos de un año, como afectadas por una epidemia. Y las charlas previas a cada casamiento agotaron las opciones de cotillón, de catering, del fotógrafo, la disyuntiva entre comida-baile-comida o comida primero, baile después. Recordó sus miedos de aquellos días y se sintió ahogada por la inercia.

Miró la hora y llamó un taxi. Dejó caer un chau, chicas, nos vemos mañana, y a casa. Sacó las llaves de la cartera en la puerta, saludó al guardia y ya desde el ascensor escuchó el televisor prendido. Abrió la puerta y vio a Mariano en el sofá nuevo. Era un tapizado de tela de un color claro pero medio apagado. No era una maravilla pero era cómodo. Varios meses habían ahorrado para el “proyecto living” y ahí estaba el sofá, mofándose del momento, sin rastros de vida encima.

¿Cómo la pasaste? ¿Las chicas bien?

Bien, sí. Ahí andan. Julia ya está de tres meses.

Se sacó el tapado, revolvió la cartera para buscar el celular y cuando encontró el sobrecito de plástico dijo sin inmutarse, rendida:

Hoy tomé la última pastilla.

Él se la quedó mirando con una sonrisa de felicidad que Eugenia veía fuera de foco, con interferencias. Se dejó caer en el sillón y sintió cómo él la abrazaba. Estaban pasando una serie vieja. Al rato le dio sueño y se acostó pensando en lo que había leído en el prospecto acerca de la mayor fertilidad en el primer mes después de interrumpir las pastillas. Soñó algo esa noche pero no pudo retenerlo a la mañana siguiente.

***

Pasaron los días y confirmó que no le venía. Estaba segura de que había sido la noche después del casamiento de Alejandro, un compañero de oficina de Mariano. Se fue sola a la farmacia antes de ir al trabajo; se cruzó con Julia, que ya tenía una panza visible, se tomaron un té en la cocina del piso y sin decir nada se fue sola al baño. Rompió la caja después de luchar en vano con la cinta adhesiva que cerraba la tapa, sacó el recipiente de plástico y leyó el prospecto. Trató de hacer pis pero no pudo por los nervios. Se entretuvo unos minutos leyendo las instrucciones en portugués y hasta se animó a reírse de que el test de embarazo estuviese fabricado en China, nada menos. Un poco más relajada ya, le vinieron ganas y llenó generosamente el recipiente. Lo apoyó sobre la tapa del inodoro y se quedó con los ojos perdidos en la unión de dos azulejos. Dejó el palito sumergido un poco más del tiempo que decían las instrucciones. Cuando lo miró, ahí estaban las dos rayitas en un color rosa pálido. Se mantuvo quieta un instante, tiró el pis y sacó el celular de la cartera. Estoy embarazada —escribió en el sms— y se quedó mirando la pantalla esperando lo obvio. Cinco segundos tardó en sonar el celular:

Dale, te espero a esa hora en la puerta y vamos a comer afuera. Beso. Yo también.

Se sentó de nuevo en el inodoro y empezó a llorar en silencio. Cuando se recompuso, volvió a su escritorio, mandó unos mails para armar la consabida cena familiar sin explicación de motivos, para que fuera una “sorpresa”, aunque todos sabían, esperaban, lo que se venía. Odiaba los anuncios.

Cuando vio parar el auto de Mariano en la puerta, alcanzó a ver su sonrisa a través del parabrisas y otra vez estaba fuera de foco. Se saludaron con un beso y un abrazo en la vereda y se fueron con destino a Palermo. Mariano la miró cómplice y le dijo:

Sushi hoy no.

El médico confirmó el embarazo a los pocos días con el análisis de sangre. Era una formalidad, porque Eugenia se sentía embarazada. “Les” dio turno para una ecografía y los despachó con un felicitaciones que sonó convincente.

Las cuatro semanas siguientes recibieron llamados, visitas y hasta regalos. Mariano se encargó de avisarle a todo el mundo que “estaban embarazados”. Cuando Julia y Mariela se enteraron, se volvieron locas y empezaron con el recitado de recomendaciones para cada momento del embarazo. Las babuchas para andar cómoda, dejar de comer con tanta sal por las piernas, las cremas para las estrías. No hubo cosa que ella pudiera hacer para frenar la invasión oral de sus amigas. Hasta su suegra se instaló un par de días en el departamento para compartir la noticia. Todo era una revolución, empezando por su cabeza, agotada ya de las consecuencias.

La noche anterior a la ecografía se sintió rara. Estaban sentados en el sofá mirando una película en silencio cuando una puntada cerca del ombligo la hizo doblarse sobre sí misma. Mariano preguntó qué pasaba, pero ella lo despachó con un no pasa nada. Al rato se fue a dormir sin más explicación. No pudo descansar bien. Se despertó agotada y con el recuerdo, ahora claro, de un sueño repetido, el mismo que había tenido la noche que tomó la última pastilla: un ramo de flores rojas sobre la cama.

Se levantó con una sensación horrible de vacío en el estómago y corrió al baño. Vomitó dos veces, con dolorosas arcadas. Mariano preguntó desde la cama si todo estaba bien; ella no pudo contestarle. Cuando llegó a la puerta la encontró con los codos sobre el inodoro, agarrándose el pelo. Mariano le dijo que los vómitos eran normales en esa etapa del embarazo. Con un dolor punzante en el vientre, Eugenia lo miró con los ojos inyectados en sangre y le dijo:

¿Por qué no te vas a la mierda?

Subieron al taxi y Mariano indicó que iban a Pueyrredón y Santa Fe. El taxista intentó hacer algún comentario amable, suponiendo que se trataba de un embarazo, pero el clima en ese asiento trasero era imposible. Llegaron, él pagó con un billete de veinte y ni siquiera esperó el vuelto. Bajó detrás de ella, que había poco menos que saltado del auto en movimiento.

Cuando entraron a la sala de espera, una enfermera le indicó a Eugenia que fuera a una salita en la que podía ponerse una bata. El doctor la buscaría para la revisación y luego llamarían a su marido para que presenciara la ecografía.

Pasaron unos diez minutos hasta que la enfermera lo hizo pasar. Eugenia estaba en una camilla con respaldo móvil, que le permitía ver el monitor del ecógrafo con comodidad. El Dr. Grinberg lo invitó a sentarse al lado suyo, mientras humectaba la panza todavía imperceptible con un gel algo frío. Cuando acercó el aparato, Eugenia cerró los ojos y no pudo frenar una lágrima que se escapó de su ojo derecho. Mariano la vio pero no dijo nada; pensó que estaba emocionada. Mientras tanto, el doctor les explicó que en la pantalla se vería una forma todavía muy pequeña, pero que lo importante era detectar los latidos del corazón que estaría recién empezando a dar vida al feto.

Frotó primero el transductor con el gel, para que corriera más fácil sobre la piel, y empezó a buscar las imágenes por debajo de la línea del ombligo. Recorría la zona de arriba a abajo, de un lado al otro, con insistencia. Eugenia tenía los ojos cerrados; Mariano mantenía la sonrisa en el rostro, ya pensaba en nombres, en colores para el cuarto. El Dr. Grinberg seguía moviendo el transductor con impaciencia; la mirada relajada y la autosuficiencia se le borraron de repente de la cara. Movió una perilla con el rótulo “input” y aclaró que estaba ajustando la sensibilidad del micrófono. Siguió con su recorrido metódico por toda la panza de Eugenia, sin decir una palabra. Nada. Ni un sonido, ni un movimiento. Nada.

¿Cuál es la cabeza?, preguntó Mariano.

Eugenia abrió los ojos y lo miró en silencio, tratando de entender cómo no se daba cuenta de lo que estaba pasando. Lo vio sonriendo en una imagen otra vez fuera de foco. Giró la cabeza hacia el médico y preguntó sin preámbulos:

¿Va a hacer falta un raspaje?

Desconcertado por la frialdad de sus palabras, Grinberg sólo pudo decir en voz baja:

Lo esperable es que baje solo, pero si no, debemos hacer la intervención. Es muy sencilla, pero requiere anestesia general, dijo

¿Anestesia?, dijo Mariano, ya en tono más serio.

El feto está muerto, Mariano, ¿no te das cuenta que no hay latidos?

Todo lo demás fue silencio. Ni siquiera miradas. Bajaron por las escaleras sin esperar el ascensor. Cuando llegaron a la puerta de la clínica Eugenia vio la entrada del subte “D” y preguntó:

¿Te lo tomás acá? Te veo después en casa. Lo seco del tono de voz no dejó margen para más propuestas.

Acompañó el pelo rubio de Mariano mientras bajaba la escalera y desaparecía finalmente de su vista. Respiró hondo, sacó el celular de su cartera y lo tiró en uno de los cestos que cuelgan de los postes de luz, antes de empezar a caminar sin destino cierto por la avenida.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Enorme




martes, 1 de septiembre de 2009

El porquerizo, por Hans C. Andersen


Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer.

Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -¿Me quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?

Pues vamos a verlo.

En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, se habría dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.

El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:

-¡A ver si será un gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.

-¡Qué linda es! -dijeron todas las damas.

-Es más que bonita -precisó el Emperador-, ¡es hermosa!

Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.

-¡Ay, papá, qué lástima! -dijo-. ¡No es artificial, sino natural!

-¡Qué lástima! -corearon las damas-. ¡Es natural!

-Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja -aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.

-¡Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.

-Este pájaro me recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es la misma melodía, el mismo canto.

-En efecto -asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño.

-Espero que no sea natural, ¿verdad? -preguntó la princesa.

-Sí, lo es; es un pájaro de verdad -respondieron los que lo habían traído.

-Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe.

Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.

-Buenos días, señor Emperador -dijo-. ¿No podríais darme trabajo en el castillo?

-Bueno -replicó el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.

Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:

¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!

He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del "Querido Agustín". Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.

-¡Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su instrumento.

Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.

-¿Cuánto pides por tu puchero? -preguntó.

-Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo.

-¡Dios nos asista! -exclamó la dama.

-Éste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó él.

-¿Qué te ha dicho? -preguntó la princesa.

-No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.

-Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así.

-¡Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

-Escucha -dijo la princesa-. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas.

-Muchas gracias -fue la réplica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.

-¡Es un fastidio! - exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea.

Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.

¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.

-Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!

-Interesantísimo -asintió la Camarera Mayor.

-Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.

-¡No faltaba más! -respondieron todas-. ¡Ni que decir tiene!

El porquerizo, o sea, el príncipe -pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.

-¡Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar.

-¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?

-Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar.

-¡Este hombre está loco! -gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas.

-¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! -manifestaron ellas.

-¡Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, también pueden hacerlo ustedes. No olviden que les mantengo y les pago-. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse.

-Serán cien besos de la princesa -replicó él- o cada uno se queda con lo suyo.

-Poneos delante de mí -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.

-¿Qué alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa.

Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.

¡Demonios, y no se dio poca prisa!

Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.

-¿Qué significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis.

-¡Fuera todos de aquí! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo.

Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.

-¡Ay, mísera de mí! -exclamaba la princesa-. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!

Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él.

-He venido a decirte mi desprecio -exclamó él-. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa!

Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:

¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!