martes, 30 de junio de 2009

Corriendo


Miré la computadora y como no estabas me fui a correr. Me puse las zapatillas, un buen abrigo, los auriculares y a la calle. Doblé por Salguero, pasé por la pizzería de la esquina en la que empezaba a juntarse gente y para cuando llegué al bajo las piernas me llevaron solitas, sin que hiciera falta que les explicara el camino.

Crucé la avenida y, en lugar de hacer los treinta metros que me separaban de la puerta del gimnasio, doblé a la izquierda y caminé una cuadra hasta Cavia. En la esquina, doblé a la derecha y empecé un trote lento y sostenido hacia Castex, como para entrar en calor mientras seguía el recorrido de la reja. No tardé mucho en dar la primera vuelta. Cuando llegué a la esquina de Casares no pude hacer otra cosa que meterme en la plaza. Ya era de noche y seguro estaban por cerrarla, pero tenía que entrar.

Tardé un rato hasta que encontré el árbol de aquella sombra inmensa. Ya está sin hojas por el frío, pero qué lindo árbol. Me acordé del pasto fresco, de las manchas verdes en la ropa, de estar tirados con las camisas afuera en una charla de fantástica sintonía. Busqué tu mirada, tus labios y hasta la suavidad de tu cuello en el viento para quedarme acurrucado un rato. Pasaron como diez minutos hasta que pude recomponerme y seguir trotando.

Correr por las tardes se ha convertido en la disciplinada metáfora de ganarle al tiempo separados. Espero que pase rápido lo que sea que falte para estar juntos, porque te extraño mucho más de lo que puedo explicarte.

martes, 23 de junio de 2009

No se la agarren con el mensajero


Habla el joven monje y así se justifica frente a Galileo Galilei.

"...Permítame que le hable de mí mismo. Yo me crié en el campo; soy hijo de labradores, gente sencilla. Saben todo lo que hay que saber acerca de los olivos, pero de todo lo demás, saben poco y nada. Mientras observo los satélites de Júpiter, veo a mis padres, sentados con mi hermana junto al hogar, comiendo su sopa de queso. Veo sobre ellos los vigas del techo, ennegrecidas por el humo de siglos. Veo claramente sus manos viejas y gastadas, y la pequeña cuchara que esas manos empuñan. No les va bien, es claro, pero aún en su desdicha hay un cierto orden. Su vida tiene ciclos que se repiten eternamente: la limpieza de los pisos, el pago de los impuestos, las estaciones en los olivares. Las desgracias se ciernen sobre ellos con regularidad. Las espaldas de mi padre no se curvaron de una sola vez sino poco a poco cada primavera; del mismo modo que los partos, uno tras otro, han ido convirtiendo a mi madre en una mujer reseca. Pero ellos tienen la sensación de que hay una continuidad y una necesidad en todas las cosas, y de ella sacan las fuerzas para trepar, con sus cestas al hombro, por los caminos de piedra, para dar a luz a sus hijos, incluso para comer. Esa sensación la tienen cuando miran la tierra y los árboles que reverdecen año tras año, y también cuando escuchan cada domingo en la capilla los textos sagrados. Se les ha asegurado que la mirada del Todopoderoso está posada sobre ellos, y que todo el teatro del mundo ha sido construido a su alrededor para que ellos, los actores, desempeñen los papeles, grandes o pequeños, que les han tocado en la vida. ¿Qué sentirían si ahora yo, su propio hijo, les dijera que no, que viven en una pequeña masa de piedra, una entre millones y no de las más importantes, que gira sin cesar en el inmenso espacio vacío? ¿Para qué entonces tanta paciencia, tanta conformidad en su miseria? ¿Para qué las Sagradas Escrituras, que todo lo explican y justifican —el sudor, la paciencia, el hambre, la sumisión—, si ahora resulta que están plagadas de errores? Veo los ojos de mi gente llenarse de espanto, veo sus cucharas caer sobre la piedra del hogar, veo que se sienten traicionados, engañados. ¿Entonces nadie nos mira?, se preguntan. ¿Entonces tenemos que cuidar de nosotros mismos, ignorantes, viejos y cansados como estamos? ¿Nadie ha escrito para nosotros otro papel para después de esta vida miserable que llevamos en la Tierra? ¿Nuestros padecimientos no tienen, por lo tanto, ningún sentido? El hambre no es una prueba a la que nos somete el Señor, es simplemente no haber comido. La fatiga no es un mérito, sino sencillamente agacharse y cargar... ¿Comprende, señor Galilei, lo que veo en el decreto de la Santa Inquisición? Veo una noble piedad maternal, una profunda bondad de espíritu."

Bertolt Brecht, La vida de Galileo (1943).

martes, 16 de junio de 2009

El duelo

Miré por la ventana de la biblioteca, vi el celeste de aquel cielo inmenso y respiré. Fue como si mis pies hubieran acariciado por un momento el verde fresco que separaba la casa principal de los eucaliptos. El movimiento de las copas amarillentas presagiaba el viento de un otoño todavía cálido.

Estaba sentada en el sillón de lectura con mis manos, húmedas de miedo, escondidas bajo los muslos. Era un cómodo Chester de cuero al que le faltaban varios botones, pero que mantenía una vejez digna. La puerta que separaba la estancia principal de la biblioteca estaba abierta de par en par convirtiendo aquel espacio, tantas veces íntimo, en un único ambiente de amplitud invasiva.

Lenta e imperceptiblemente la casa se fue llenando de olor a muerte. Esas coronas sin gloria que poblaron las paredes fueron, a fin de cuentas, las que me obligaron a abrir la ventana en busca de un poco de aire nuevo. Y así fue que pude verlos.

Estaban a no más de treinta metros de la puerta que daba al parral, estáticos uno frente al otro, vistiendo impecables trajes negros. Pese a la distancia, podía percibir cada detalle: la intensidad de sus miradas, el diálogo desafiante, el olor suave de la adrenalina en la piel, el frío del metal en sus manos. Los padrinos hablaban entre sí dando a entender que aquello era poco más que un trámite del que eran espectadores involuntarios. Nada hicieron por detenerlo. Intercambiaron algunas palabras (las reglas, supuse), sortearon las pistolas y dieron finalmente indicación de que cada uno se alejara, paso a paso, hasta que la cuenta llegara a cero.

Maldito número el cero, pensé, y mis ojos se bañaron de una angustia amarga, de un ardor de carne en llamas, al ver al amor agonizante de toda una vida y a la promesa incierta de una plenitud prohibida caminar hacia una escena de muerte que poco tenía de aleatoria. 

Salté del sillón, atravesé la ventana abierta y corrí lo más rápido que pude. El vestido negro que me habían obligado a usar me ajustaba de tal modo los muslos que correr fue una odisea. Intenté gritar a la distancia, pero mis palabras parecían deshacerse en el viento. Nadie se dio vuelta, nadie paró esa caminata inexorable, nadie escuchó la desesperación con la que quise advertirles que ya no hacía falta. Cuanto más trataba de acercarme, más vacías mis palabras.

El sonido de los disparos me frenó con un golpe seco en el abdomen. Para cuando pude recuperar el aliento, mis pulmones se llenaron de pólvora quemada. No sabía si era yo quien había muerto. La combustión exhausta de esas pistolas parecía burlarse de mi vista. Dos nubes de un humo gris y espeso, separadas unos quince metros una de otra, quedaron suspendidas en el aire, mientras uno de ellos caía lentamente.

A medida que se acercaba al suelo, su cara se iba volviendo cada vez más joven, el tiempo iba retrocediendo. Vi el traje oscuro, antes entallado, flamear como si el abatimiento le fuera robando su relleno. Todas las marcas de aquella madurez temprana se fueron borrando de sus ojos, de sus manos, de su pelo y de su frente. Una metamorfosis invertida hizo que ese hombre, cada vez más ajeno, cayera muerto adolescente.

Dos o tres gotas de agua fría me arrancaron de ese sueño. Estaba otra vez en el sillón, con mis manos todavía húmedas y en medio de un silencio de invierno. Volví la mirada a las paredes florecidas y a los falsos penitentes que iban poblando la casa. El párroco, entre ellos, salpicaba con agua bendita la tapa del ataúd que estaba cerca de la puerta.

Con gran esfuerzo me paré. Confundida todavía, froté mis manos contra la falda del vestido para secarlas; traté de apartar las lágrimas de mis ojos con las mangas y me acerqué al cajón, mientras veía a uno de mis cuñados preparándose para abrir la tapa de madera. Todo estaba listo para el velorio, pero nadie me veía. Sentía flotar la hipocresía de una condena escondida en las miradas por una muerte que ni siquiera yo terminaba de comprender. Con cada paso sumaba la carga de un nuevo cuadro en aquella obra odiosa. Familiares y amigos acongojados por sus propias vidas; por el sismo insoportable de quietudes complacientes; por no haber intentado jamás lo que secretamente se proponían.

A medida que me aproximaba a los pies del cajón se iba cerrando una pared humana sobre él, que me impedía ver con claridad el resto de la sala. Todavía con miedo por el sueño que me perseguía, me animé a bajar la vista. Tenía un traje oscuro de alpaca pesada y sus zapatos brillaban como el día. Respiré más aliviada, a pesar de la congoja, pensando que me había liberado de los rezagos de aquella pesadilla del duelo. Seguí la cadencia de los botones blancos de la camisa hasta llegar al cuello hasta que el terror se apoderó de mí. Una vez más quedé sumida en el asombro y en la angustia de lo incierto. Otra vez esa cara joven de otros tiempos, ya lejanos, dolorosamente ajenos. Acaricié con ternura sus manos, siguiendo la fina forma de sus dedos hasta sentir el frío intenso de la alianza. Desbordada por el llanto, quise volver a mi rincón de culpas y desconcierto.

Me abrí paso entre la gente, buscando salir del encierro, pero nadie se movía. Era difícil respirar. Detrás de mi familia política, pude ver al cura mientras recargaba su diminuto hisopo de plata. Pensando en el anillo me pregunté qué otras muertes por bendecir había en aquella sala. Sus estocadas se dirigían hacia el ángulo que formaba el ventanal con la pared del comedor, donde estaba de pie mi hermana. Me abrí paso con esfuerzo para ver ese rincón. La poca luz que quedaba de la tarde me mostró la fuente de todos los silencios, de lo esquivo de sus miradas que nunca me tocaban. Detrás de unos atriles y bajo una pesada cruz de alpaca, un segundo cajón, que no había visto desde la biblioteca, completaba la escena. Horrorizada, corrí a abrirlo con lo poco que quedaba de mis fuerzas.

Jamás podré olvidar cómo se veía ese pelo lacio sobre el blanco del vestido; o el entrecejo fruncido, ya cansado, que tanto contrastaba con la placidez de lo inerte. Más joven, sí; no tendría mucho más de veinte años. El horror de aquella tarde se impregnó de un llanto desconsolado sobre la imagen de mi propio cuerpo muerto. Atiné a pensar que, allí tirada como estaba, había pagado el precio de su muerte con la mía.

Sin saber por qué, busqué de nuevo el sillón de cuero; como si todo naciera y muriera allí. En el recorrido de mis ojos lo encontré parado cerca de la ventana, con el rostro todavía adulto de aquella mañana. Me miró sin poder verme. Sus ojos me atravesaron sin encontrar nada de qué asirse, como si la imagen de mi ser fuera un espectro ininteligible dibujado en otro espacio, en otro tiempo. Yo traté de hablarle pero de nada sirvió. Mis palabras, mis deseos y mis miedos deambulaban, ya desde hacía mucho tiempo, en un mundo paralelo en el que él no podía verme. 

De pronto, sentí una mano firme que rodeaba mi cintura y me acercaba en un abrazo sereno. Su piel desafiante invadió mi cuello y mis manos abrazaron sus muñecas. La proximidad de sus palabras al oído me permitió ver el otro rostro de aquel duelo, en el que permaneció parado y firme, tras la nube gris de un disparo certero. Lentamente me dio vuelta y me besó con una ternura todavía prohibida.

Hasta el día de hoy no sé distinguir si fueron minutos, días o semanas lo que tardó el sonido de los caireles agitados por el viento en despertarme de aquel sueño escondido dentro de otro sueño. Cuando abrí finalmente los ojos, estaba en mi sillón de cuero con un libro de Frost abierto sobre las piernas. Tal vez fueron las líneas finales de un poema cuyo nombre no recuerdo las que me llevaron a la imagen de ese duelo:

…Two roads diverged in a wood, and I,
I took the one less traveled by,
And that has made all the difference.

Hubo un duelo aquella tarde, es verdad. Pero no había reclamado cuerpos, sólo una decisión. Una a una fueron desapareciendo las imágenes de muerte; también desapareció el tormento. Pude acercarme a la ventana y abrirla para comprobar que allí estaban, por fin, el celeste y el verde inmenso de mi calma.



domingo, 14 de junio de 2009

Chronophage

Ayer estaba en medio del campo, tranquilo, en un día glorioso de sol fresco, de descanso y charla con amigos y colegas, con buen vino y mejor comida. Hasta el metegol, que se llevó buena parte de la tarde, resultó un pasatiempo sorprendentemente eficaz. Sin embargo, algo fallaba en esa escena. El tiempo no terminaba de pasar. 

Desde alguno de los cajones de mi cabeza la relatividad vino en mi ayuda: una hora con la mujer más hermosa parece pasar en cinco minutos; cinco minutos sentado sobre una estufa caliente parecen mucho más que la más larga de las horas. ¿Qué extraña fuerza sino ella había convertido ese encuentro que tantos envidiarían en una elástica condena de tiempos muertos? 

A unos cuantos kilómetros de donde estaba, Internet mediante, un reloj cronofágico, maravillosamente disfrazado de cuento, me invitaba a seguir pensando en la relatividad del tiempo y, por qué no, de la (im)paciencia.    


viernes, 12 de junio de 2009

Dos veces


Si alguien me hubiera dicho “hoy puede ser un gran día”, incluso sin que el guionista pusiera la canción del innombrable con sus trémolos insoportables (razón suficiente para que no sea un gran día), no le hubiera creído.

Era un día sin nada especial. El gato me despertó con un aterrizaje forzoso en la cara. Yo no sé si es que con el aumento de tamaño el bicho se convenció de haber mutado de gato en vaca y de rumiante en oso, pero lo cierto es que cuando te cae encima se parece bastante a todo eso. Pues a levantarse, ponerle comida y agua, y volver a la cama vacía. Muy vacía. No pude volver a dormir, así que me levanté.

Cuando terminé de afeitarme tenía un leve dolor de cabeza. Traté de dejarlo en el taxi, mientras leía, pero seguía firme. Oficina, mate, consulta de aquí, llamado de allá pero ese dolor perseverante no aflojaba. Me entregué temprano a la magia del migral (aliado incansable de esos días, aunque el médico lo repudie), pero algo me faltaba, alguna ficha no caía en su lugar.

Estaba saliendo de ver a mi jefe que me llamó por un memo. Caminando por el pasillo, me acordé del sueño de esa noche. Claro, cómo no acordarme en ese pasillo, de todos los pasillos posibles. No son muchas las veces que repito un mismo sueño. Creo que si recuerdo dos o tres en mi vida, es mucho decir.

Una inmensa montaña de libros y dos personas, hombre y mujer, a cada lado de la montaña, usando cada libro para trepar un poco más hasta la punta y encontrarse. Lo soñé por primera vez hace varios meses (parece mentira que sean meses ya). Hermoso encuentro; increíbles besos. Tan lindas imágenes se merecen un cuento, pensé. El dolor de cabeza se había ido.

Le mandé un mail y la esperé para mostrarle una nueva versión de algo escrito hace tiempo. ¿Cómo puede tu cara sonriente cambiar mi día de este modo? Juro que pensé en preguntárselo, pero me dio vergüenza. Qué cómoda parece la autosuficiencia a veces, pero de pronto se derrumba cuando te das cuenta de que te pasan cosas como esta. Un sueño, una sonrisa y el día luce de otro modo. Y siguió de ese modo.

Era el día de otro gran intento. El guionista me había dado un papel chiquitito, casi de utilería, pero lo que valía era estar ahí para verla. No sé si se habrá dado cuenta de cómo la miraba en el taxi. Calculo que sí, porque ya me conoce a la legua. Estaba contento. Ella no podía con su genio.

Me cociné algo rico para premiar la ocasión. Herví el arroz, dejé que se enfriara, preparé las láminas de algas y seguí el ritual de enrollar para matar el tiempo. No dejaba de mirar la hora. Estaba impaciente, quería saber cómo le había ido.

Mensaje de texto. Los nervios de esperar que el aparato vibrara. ¿Te gustó? Sí, el profesor era bueno. Alguno que otro tema con las compañeras, pero buena onda con el intento. Lindos mensajes; lindos recuerdos.

Tengo muchas ganas de presente, casi se lo escribo. Pero seguiré respetando sus distancias. Hoy fue un gran día.

lunes, 1 de junio de 2009

El miedo


La tarde era más húmeda que lo normal en Baviera. La bruma, aliada de la noche, devoraba los edificios de Gunzburg, dejando a la vista tan sólo unas pocas casas vecinas. Desde su ventana podía ver a Gertrüd, hija de los Rozenstein. La dulzura de su silueta desnuda lo persiguió desde siempre, en el recuerdo de una imagen que hacía ya unos meses le había permitido descubrirse hombre. Pero la educación de sus padres convirtió en tortura cada curva y en pecado sus tardes detrás de la pesada cortina.

Cansado de que todo terminara en espasmos solitarios, decidió hablarle al día siguiente. No durmió en toda la noche pensando en las palabras que usaría. Para cuando el sol empezó a disipar la niebla, ya estaba puntillosamente vestido y perfumado. Sin que nadie lo notara, hasta se había permitido la aventura de afeitar los pocos pelos que tenía sobre el mentón. Bajó de a tres los escalones para compartir el desayuno con su familia, como todas las mañanas, cuando su padre alborozado anunció que Edna, la terrier, había dado a luz cinco hermosos cachorros.

Por un instante se quedó deslumbrado con la escena de esa madraza cobijando a sus crías, frágiles y cegatas, al punto de olvidar todo acerca de Gertrüd. El reloj del escritorio, de pesado péndulo, rompió el encanto: tenía menos de media hora para llegar a clases. Tomó sus útiles, saludó a sus padres y le dio una última mirada a la perra, mientras cerraba la puerta.

Empezar el día con una lección de anatomía no era precisamente lo que Josef hubiera deseado pero, al menos, el hemiciclo escalonado del salón le permitía ver casi de frente a su vecina, absorta en la explicación de Von Gelder. Las materias científicas eran la única oportunidad en la que hombres y mujeres compartían aulas en el sombrío colegio. Naturalmente, todo ocurría bajo la estricta vigilancia de las celadoras que impedían hasta el más mínimo intercambio de miradas.

El momento para hablarle sería la vuelta a casa, camino en el que, ocasionalmente, se habían cruzado sin intercambiar palabra, sólo gestos de cortesía. Ni bien las campanas marcaron el fin de clases, corrió para tomar la delantera y esperó detrás de un árbol lo suficientemente añejo como para darle escondite. Su respiración se detuvo casi por completo cuando escuchó su voz desde la esquina. Se peinó con los dedos, se ajustó la corbata y despejó su garganta, aterrado ante la idea de no poder emitir palabra.

A punto de tomar impulso para abordarla, sintió una presión en su cabeza como jamás había sentido. Todo se veía blanco por momentos y las puntadas por encima de los ojos eran insoportables, al punto de provocarle nauseas. No podía creer lo que estaba pasando. Para cuando pudo recomponerse, casi en el suelo, escuchó la voz de Peter Feldman preguntando si se encontraba bien. A su lado, Gertrüd lo tomaba de la mano. Los miró desorbitado y corrió sin pausa hasta alejarse lo suficiente. Al volver la vista confirmó lo que el impacto le impidió comprender: Gertrüd estaba besando a Peter mientras él la abrazaba con un afecto del que Josef se sabía incapaz.

Casi sin aire por la carrera, azotó la puerta de su casa y, sin decir palabra, subió las escaleras y se encerró en el baño. Nadie le prestó demasiada atención. Pasado un rato, bajó y se encontró comiendo vorazmente unas tostadas en la cocina, mientras Edna lamía sus crías. La sucesión de imágenes no le permitían diferenciar la realidad de sus pensamientos. No podía volver a su cuarto y ver a Gertrüd sabiendo que era otro el que disfrutaba de la calidez de sus hombros, de su espalda.

Decidió encerrarse en el taller donde su padre imaginaba nuevas piezas para las máquinas que producía la empresa familiar. De pronto se abrió la puerta y entró Kart con una enorme canasta que depositó en el suelo, cerca de la salamandra. Eran Edna y sus cachorros. "No pueden estar en la casa, hasta que aprendan a caminar. ¿Entendido?", le dijo. Josef asintió lentamente.
Detuvo la vista en su padre, ensimismado, aterrado por ese odio desconocido que no era capaz de comprender. En algún punto, se sentía más fuerte que nunca antes.

El sonido del fuego y el crujir de la leña encendida en la salamandra invadían el silencio de su angustia, la alimentaban. Sentía el calor del metal incandescente proyectarse hasta su frente, casi hasta quemarlo. Apretaba sus ojos con las manos, mordía sus labios al punto de lastimarse, pero nada detenía el sabor amargo de su odio. El llanto apagado del más pequeño de los cachorros fue el detonante de esa fuerza que nunca más pudo controlar.

Miró por encima de la leña y vio los guantes de amianto de su padre. Cerró los ojos en una lucha interna sin sentido. Todo daba vueltas en su cabeza: el fuego, Gertrüd, el beso, Feldman, los guantes, el llanto, las crías, la salamandra, el grito desesperado del animal, el fuego. El fuego. Ni siquiera tuvo fuerzas para cerrar nuevamente la salamandra o sacarse los guantes. Corrió sin parar hasta salir de su casa y respirar el aire húmedo de la noche de Gunzburg.

Volvió a ver a Gertrüd mucho tiempo después, en un campo en las afueras de Cracovia. Apenas podía caminar cuando bajó del tren, cubierta por una gabardina exhausta por el uso. Él lucía radiante con su guardapolvo blanco. Ella nunca lo reconoció, pero Josef la siguió con la mirada, recordando su espalda, sus hombros. Sonrió mientras la vio desaparecer en las barracas, junto con el resto de los prisioneros. Pasaron más de treinta años hasta que el agua de Brasil ahogó definitivamente su odio. Cuando lo encontraron cerca de San Pablo, flotando en el anonimato, ninguno de los curiosos supo que su verdadero nombre era Mengele.