domingo, 26 de julio de 2009

Siete años de mala suerte, por José A. Bello


Un día me desperté y no había más espejos en casa. Como pasaba poco tiempo ahí y tenía el pelo más corto que ahora, no le di mayor importancia. Afeitarme no era difícil y lavarme los dientes tampoco, así que la vida sin espejo no fue tan complicada después de todo.

A veces quizás en alguna vidriera o en el espejito que hay en cada vagón de subte, incluso en el vidrio de la puerta del tren justo antes de que se abriera, me miraba, corregía mínimamente mi peinado y corroboraba que no tuviera migas, perejil y otros invasores faciales indeseables.

Así viví un tiempo largo sin que nadie lo notara. A los ojos de todos yo era el mismo de siempre. Pero algo pasó que me complicó las cosas. Otro día, seguramente producto de no mirarme en el espejo con la suficiente frecuencia, mi cuerpo empezó a desaparecer. Cosa rara, porque los demás no lo notaban.

Animal de costumbre, me adapté a la perfección. Todo lo resolvía en el momento. Me afeitaba acariciando mi cara, me lavaba los dientes lamiéndolos para ver si ya estaban, me peinaba despeinándome en realidad y adoptando una actitud de no me importa soy así. Todo lo demás lo hacía de memoria. Y cuando me surgía alguna duda, me acercaba a otra gente y conversaba, inventando observaciones que derivaran en una descripción de mí completamente casual. Como "qué largo tenés el pelo, te crece mucho más que a mí", o "tengo que empezar a hacer ejercicio". Así me manejé por años. El silencio de los otros era mi propia aceptación. Si nadie me decía que estaba mal, entonces no debía estarlo, y así.

Pero llegó mi maldito cumpleaños. Y los que me quieren decidieron regalarme un espejo, justo de la medida del que se había esfumado años antes. Apenas se fue el hombre desagradable que lo instaló me paré frente al vidrio plateado y me impresionó lo que vi. Estaba yo, como nunca me había visto antes. Con canas y menos pelo, dejado, desprolijo, mal vestido, con una postura bastante desagradable y un gesto parecido a una sonrisa pelotuda que desapareció instantáneamente cuando la noté.

Horrorizado salí a la calle. Necesitaba hablar con la gente que me rodeó durante los últimos años. Retarlos, exigirles explicaciones. ¿Cómo no me habían avisado? ¿En qué me habían dejado convertirme? Como lo ví, eran todos culpables. De una forma u otra todos me aseguraban que habían intentado llamar mi atención, hacerme notar diplomáticamente que no iba por el mejor camino. Pero nunca los ví, eso dijeron. Imposible que no los viera. Enojado, confundido volví a casa. Todavía no podía ver mi cuerpo sin ayuda del espejo. A pesar de que buscaba mis brazos, mi torso, nada. Podía tocarlo, pero no verlo. Me indignó que nadie hubiera hecho nada por mí. Para ellos yo nunca me había ido, sólo que ahora me movía gracioso como si tuviera hormigas adentro de la ropa.

Lloré mucho por el tiempo perdido. Insulté a toda toda la gente que conozco. Me resigné a vivir en un departamento con ascensor sin espejo y con palier sin espejo. Y lloré de nuevo.

Horas más tarde con las lágrimas secas sobre mi cara caminé hasta el baño. Me purifiqué con agua helada, me miré un rato corto para no sentirme tan mal y salí apurado, sin escalas, hasta el gimnasio, y me anoté.

Esto fue hoy. En unos minutos tengo mi primera sesión. Decidí ponerme mi mejor remera y peinarme para el otro lado.

Borges sobre la metáfora (1982)


Señoras, señores:

He consagrado mi vida a la literatura. Es decir, a leer, a disfrutar, a meditar, a sentir, a ser feliz, a comprender, a tratar de comprender y cosechar líneas y, finalmente, a ponerlas por escrito y eventualmente publicarlas.

Mi amigo y maestro Alfonso Reyes me dijo una vez: "Publicamos nuestro libros para librarnos de ellos, para no pasar el resto de nuestras vidas corrigiendo borradores". Eso es cierto (risas). Pero cuando publico un libro lo dejo abrirse paso. Nunca he leído un solo comentario sobre nada mío. Afuera. Dejo que el libro siga su propio camino y, entonces, pueda ir hacia otro y quizá a mejor suerte. Por supuesto he leído libros de estética: he leído a los griegos, he intentado leer a los alemanes -no siempre con éxito- (risas y aplausos) y, desde ya, leído y releído el edicto de Wordsworth sobre los valores de la Naturaleza -1798, claro-. Todo eso condujo a un específico libro de estética por Croce, que depara buena lectura pero a él no lo lleva demasiado lejos (risas).

En el curso de mi vida he debido encarar varias teorías. Me referiré a una que refuté -si bien ahora no estoy tan seguro de que se haya tratado de una refutación, en cierta medida lo fue-. Lugones, en su famoso Prólogo al Lunario Sentimental, publicado en 1907, dijo que la metáfora es el elemento esencial de la poesía. Y mucha gente pensó lo mismo, al menos la de mi generación. Tengo entendido que los chinos en vez de hablar de "universo" lo llaman "Los Diez Mil Seres"; presumo que quieren decir los diez mil arquitectos, ya que hay más de 10.000 hombres o 10.000 perros o gatos en el mundo. Estos diez mil arquitectos deben de haber logrado una combinación riquísima desde el momento en que se puede comparar cualquier cosa con cualquier otra y hasta incurrir en la atrocidad de Vicente Huidobro que descubrió en los vagones del ferrocarril las cuentas del rosario. Porque si se pudieran comparar los coches del tren con un rosario, la belleza exigiría violencia.

Por mi parte, también yo hice todo lo que pude para combinar, o sea, para provocar nuevas metáforas; y después de un tiempo sentí que quizá sólo había unas pocas metáforas esenciales.

Pensé que al margen de las que provienen de meras combinaciones de palabras tal vez sólo hubiera, digamos, cuatro o cinco metáforas -vínculos- esenciales.

De ellas, la primera sería, por supuesto, el tiempo y el río. Creo que ése era el título de una novela. Lo cierto es que basta con leerlo: se lee "el tiempo y el río" y uno siente que tiempo y río son esencialmente lo mismo. Cuando Heráclito dice que nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas están cambiando, uno siente que él escribió esta línea para que sienta no solamente que el agua está cambiando, sino que uno está cambiando. Uno es el río. De modo que -pienso- esa metáfora esencial -tiempo y río- es una metáfora real, no un mero juego de palabras. Recuerdo una línea que Lord Tennyson escribió alrededor de 1850. Dice así "Time in flowing through the middle of the night" (El tiempo fluye en medio de la noche). Ahí pueden ustedes palpar las casas silenciosas, las ciudades dormidas y el tiempo fluyendo por su propio cauce sin que nadie lo advierta, excepto quizá Dios. ¡Qué placer! ¿Se dan cuenta? Esta es una de las metáforas esenciales: el tiempo y el río.

Y después tienen esta otra que para mí es recurrente. La idea de que la vida es sueño. Calderón escribió: "La vida es sueño", "Life is a dream". Viniendo de nosotros resulta bastante escueta, pero Shakespeare escribió: "We are such stuff/ as dreams are made on; and our little life/ is rounded with a sleep" (Estamos hechos de la misma materia de los sueños y un sueño sella nuestra exigua vida). Por supuesto, con "misma materia de los sueños", Shakespeare nos hace pensar en el hacedor de sueños, en "el tejedor de sueños". Siento que así se compagina una hermosa metáfora.

También hay otra que siempre emerge del parentesco del sueño con la muerte. En el Libro de los Reyes del Antiguo Testamento y a propósito del entierro de David se lee: "Y él durmió con sus padres". Todo el pasado se recobra "con sus padres", todas las generaciones pasadas. Otra verdadera metáfora o metáfora esencial sería la vinculación de ojos y estrellas.Existe un libro que se llama -no recuerdo el nombre del autor- Las estrellas miran hacia abajo. Uno piensa entonces en el desfile de las generaciones del hombre mientras esas estrellas indiferentes miran hacia abajo. Pero el mejor ejemplo lo encontramos en Chesterton. Dice "But I shall not be too old to see the enormous night arise, a cloud that is louder than the world, and the monster made of eyes" (Pero no seré demasiado viejo para ver la inmensa noche alzarse, una nube con más estruendo que el mundo, y el monstruo hecho de ojos). No lleno de ojos, como el monstruo en el Libro de las Revelaciones, sino hecho de ojos, y esto es realmente pavoroso.

También habría una verdadera metáfora, una metáfora esencial en el símil de mujeres con flores. Swinburne hace decir en una línea a la reina de Samotracia -una reina mítica y sin duda bella- lo siguiente: "God making roses made my face" (Dios, haciendo rosas, hizo mi cara). Ahí uno siente la belleza al mismo tiempo que la fragilidad, porque se piensa en rosas, en rosas abiertas que después pasan nada más.

De modo que pensé -dije para mí- sólo hay unas pocas metáforas esenciales, el resto consiste en destrezas, en juegos de palabras que van y vienen.

Mucho después descubrí metáforas, espléndidas metáforas que no calzarían en aquellos moldes y que me gustaría comentar con ustedes. Por ejemplo, cuando Shakespeare escribió: "The music, the food of love" (La música, el alimento del amor), siendo diferente de las otras metáforas nos parece sin embargo verdadera. También encontré una metáfora magnífica y venerable en el libro según creo de un hindú, cuya línea dice así: "Los Himalaya son la risa de Siva", las montañas terribles son la risa del terrible dios. Me pregunto si podemos ceñir esto a un molde. También descubrí en la poesía de un místico el verso siguiente: "La luna, espejo del tiempo". Uno piensa en la luna, esa cosa endeble y amarilla suspendida en el cielo y que rueda y rueda para siempre, y tiene ahí la luna endeble y el tiempo eterno.

Y, por supuesto, hay muchas frases, muchos versos que son magníficos y que no parecen realmente metáforas. Por ejemplo, cuando William Butler Yeats escribió: "That dolphin-torn, that gong-tormented sea" (ese mar desgarrado de delfines, ese mar atormentado de gongs /trad. J. L.B.), yo me pregunto si quiso decir algo. No lo creo (risas). Aunque sería lo de menos... "That dolphin-torn, that gong-tormente sea" es en cierto modo mágico. En esta otra línea de su gran compatriota James Joyce: "Beside the rivering waters of" -pausa- "hither and thithering waters of" -pausa- "night" -pausa-, en esta línea quiero decir que uno dice "Beside the rivering waters of, hither and thithering waters of, night" y la luz se va desvaneciendo. Uno debe hacer alto cuando dice "the rivering waters of, hither and thithering waters of". Tiene que ser dicho en inglés -hitherthithering-, en español es abstruso, quizá en alemán (risas), "Hither and thithering waters of, night".

Hay, entonces, versos diferentes y que nos hacen sentir una magia. Por ejemplo éstos -si bien la idea es un lugar común, son espléndidos- que nos llegan de Shakespeare: "Music to hear, why hear´st thou music sadly?". Ahora viene el martilleo, aunque "martillo" es una palabra demasiado dura, viene el hechizo, la música."Music to hear, why hear'st thou music sadly?/ Sweets with sweets war not, joy delights in joy" (Si eres música al oído, ¿por qué la música te entristece?/ Entre amantes no hay discordia, el goce goza en el goce). Para mí son magia pura.

Ahora bien, volviendo a lo que dije al comenzar, Lugones pensó que la metáfora era esencial para la poesía y, sin embargo, hasta donde yo sé, no se encuentran metáforas -o apenas una insinuación y nunca la metáfora declarada- en la poesía china y en la japonesa. No hay metáforas, según recuerdo, mientras que en el caso del inglés antiguo, por ejemplo, la poesía está hecha de metáforas. Así, cuando llaman al mar "la ruta de la ballena", la vastedad de la ballena sugiere la vastedad del mar; y al mismo tiempo, en contraste, cuando lo llaman (al mar) "camino del cisne", en un cisne infatigable dan la extensión del mar propiamente dicho.

Todo cuanto hemos hablado nos lleva a un hecho harto evidente, el hecho de que la poesía es tan misteriosa como la música y que intentar descifrarla nos enredará en nuevos juegos de música y de palabras.

Muchas gracias.

(Fuente: http://sololiteratura.com/bor/bormagiapura.htm)

sábado, 11 de julio de 2009

Con muy poco


Cuando sonó el timbre fuimos corriendo al kiosco de la cooperadora para llegar primeros. Si no nos apurábamos después venían los de cuarto y terminábamos comprando casi al final del recreo, cuando ya no había tiempo. Juntábamos las monedas que nos quedaban de los mandados y con eso teníamos suficiente plata para comprar el Suchard que compartíamos todas las mañanas. Ese día el alfajor estaba más rico que nunca, tal vez porque cuando empezaba el calor los guardaban en la heladera.

Nos fuimos al patio de afuera, el que daba al Jardín de Infantes, sobre la calle Paraguay. Era un gran lugar para nuestras charlas. Flotaba la sensación de que la aventura estaba al alcance de la mano en ese patio lleno de plantas y árboles gigantes. Era la parte de la Escuela en la que el edificio viejo de la secundaria se juntaba con el nuevo, donde estábamos nosotros. La escalera de incendio que iba por afuera del edificio era una invitación a soñar con escaparnos a ver qué pasaba en la inmensidad de la planta baja. Ahora me acuerdo sonriendo de esa idea, porque era la misma calle a la que todos los días salíamos a las doce y cuarto con nuestros viejos, no tenía nada de asombroso, pero saliendo a escondidas por la escalera tenía otro sabor, como si el mundo fuera otro por el sólo hecho de verlo sin permiso.

Abrimos el envoltorio dorado y rojo —todavía me acuerdo de esa sensación— y lo compartimos como me había enseñado mi abuelo: uno partía, el otro elegía. Creo que nos tocaron pedazos parecidos ese día. Marcelo le pegó el primer mordisco y, con la boca todavía llena de migas, me preguntó qué había hecho el fin de semana. Yo no me podía quedar atrás porque se nos pasaba el recreo, así que hundí los dientes hasta que apareció la mousse de chocolate que hacía del Suchard el mejor alfajor del mundo. Hice dos o tres masticadas para poder hablar y empecé a contarle.

—Fuimos con papá a lo de mis abuelos. Vino mamá también en el coche.

Marcelo me miró mientras masticaba, esperando que siguiera, como si supiera de antemano que algo extraño había pasado y que merecía ser contado. Me pregunto qué me habrá delatado. Tal vez fue la sonrisa que llevaba encima, no lo sé.

—Fuimos a donde están las cañas en el fondo de la casa de los abuelos. Viste que viven más afuera, como en el campo. Hay tren ahí. Cerca del gallinero hay un montón de cañas re largas. Yo lo seguí a papá que iba con el Coco. ¿Te acordás del perro de mis abuelos? Papá llevó un cuchillo enorme. Yo no sabía para qué. Nos metimos los dos entre las cañas. Yo tenía un poco de miedo, porque no se veía nada para afuera. Sólo veía los bolsillos del pantalón de papá que iba adelante y al Coco que siempre me sigue. Papá iba corriendo las cañas para pasar. De golpe empezó a cortar una bien larga y finita, que estaba toda seca. La cortó de abajo, cerca del suelo. Fue muy rápido, porque mi papá tiene mucha fuerza.

Mientras le daba otro mordisco al alfajor, Marcelo me preguntó para qué era la caña. La verdad es que hasta ese momento ni yo tenía mucha idea, porque papá no me había dicho nada todavía, así que seguí contándole la historia para no perder el hilo.

—Cuando la caña estaba suelta, papá se dio vuelta y nos empezamos a ir. Yo lo agarré del cinturón para seguirlo. Me daba miedo perderme ahí. Me acuerdo que las cañas tenían como unas hojas largas que se me venían a la cara. Por suerte salimos de una vez y aparecimos en el fondo de lo de mis abuelos. Papá se sentó en la mesa del patio con un cuchillo y una sierrita que sacó del galpón. Primero cortó dos pedazos de caña que eran largos así más o menos. Después agarró el cuchillo, paró uno de los pedazos y le metió el filo del cuchillo en una punta y fue empujando para abajo haciendo unas tiritas largas y chatas. Entonces me dijo que fuera a buscar hilo, que la abuela tenía; él se fue para adentro y trajo un papel medio raro color verde. Era recontra finito, nada que ver con una hoja del cuaderno. También trajo una plasticola grandota. Me sentó al lado, me dio dos de las tiritas de caña y me dijo que las sostuviera cruzando las puntas. Él empezó a pasarles hilo para un lado y para el otro y después le hizo nudos.

Marcelo se estaba por terminar el alfajor pero no podía dejar de mirarme cuando contaba la historia. Los dos sabíamos que se nos venía el timbre encima, que todos iban a salir corriendo para clase, pero tenía que terminar la historia. Me hizo señas con las manos de que siguiera rápido.

—Atamos las dos puntas de las otras tiras y nos quedaron dos “V” cortas mayúsculas como las que dibuja la señorita en lengua. Después me enseñó a atarlas y nos quedó un cuadrado grande. Ahí él armó una cruz con dos tiras de caña, una más larga que la otra, y me dijo que atara las puntas de la cruz a cada uno de los nudos del cuadrado. El cuadrado se nos estiró un poco, ya no parecía tan cuadrado, pero papá dijo que eso era mejor para volar…


¿Volar? —me preguntó Marcelo. La verdad es que yo también me asombré cuando papá me dijo esa palabra. No entendía qué tenían que ver las cañas con volar.

—Sí, volar. Esperá, no seas apurado. Trajo el papel ese que te conté que era finito; me dijo que se llamaba papel barrilete. Le pregunté qué era un barrilete y me dijo que era lo que estábamos haciendo. Puso el papel abierto en la mesa y apoyó encima el cuadrado de cañas. Me enseñó a doblar el papel para pegarlo. Después de que terminamos lo dio vuelta y me dijo que así no servía, que tenía que estar más estirado el papel. Me pidió que buscara el rociador que usaba la abuela para planchar, el que yo traje una vez para jugar al carnaval, ¿te acordás? Me fui corriendo hasta el lavadero; no sabés lo rápido que corrí, seguro que te ganaba si competíamos. Volví con el rociador y se lo di a papá. Empezó a tirarle al papel y lo mojó todo.

—¿Mojó todo el papel?

—Sí, pero después lo colgó de la ventana y me dijo que había que esperar que se secara. Me pidió que sacara de su bolso una tela roja. Me mostró cómo cortarla con la tijera. ¿Cortaste tela alguna vez? Es más difícil que cortar papel. Tenía que hacer unas tiras así de largas y tratar de que me quedaran derechas. Es re difícil. Después agarró un hilo fuerte que tenía y lo ató a la parte de abajo y me dijo que le hiciera como moños con la tela. Me alcanzó para hacerle un montón de moños; como cincuenta. El papel ya estaba seco. Papá trajo un rollo grande de hilo, cortó unos pedazos, hizo unos nudos y me dijo que estaba listo para volar.

Marcelo seguía fascinado con el cuento, pero de pronto sonó el timbre. Nos miramos un segundo y sin decir una palabra los dos corrimos a la escalera y nos quedamos escondidos en el primero de los descansos. Me metí el último bocado del alfajor en la boca y me preparé para seguir contando la historia.

—Nos fuimos al medio del parque. Papá me agarró las manos bien fuerte para mostrarme lo que tenía que hacer para que el barrilete volara más alto. Después me dijo que agarrara el rollo de hilo y que empezara a correr. Él me seguía de atrás con el barrilete en la mano y los dos corríamos cada vez más rápido. Lo soltó y me dijo que siguiera corriendo y que largara de a poquito el hilo. El barrilete empezó a volar. Me frené y papá vino a mostrarme bien cómo tenía que hacer. Un tirón y otro y otro y el barrilete subía cada vez más. Después había que soltar un poco de hilo y otra vez los tirones y el barrilete subía. En un momento me soltó las manos y me dejó hacerlo solo, mientras me sostenía los hombros. ¡No sabés lo alto que volaba! De repente se me empezó a acabar el hilo, así que tenía que agarrar fuerte para que no se me escapara. Papá me seguía sosteniendo de los hombros. Y en eso me dio una palmada en la espalda y empecé a caminar solo siguiendo al barrilete. El viento se hizo un poco más fuerte y empecé a trotar por el fondo de la casa de un lado para el otro. Cada tanto me daba vuelta y lo veía a papá que se reía. El Coco me corría de atrás ladrando porque estaba contento también. Pero de golpe vino un viento fuerte, sin querer tropecé y me empecé a caer. No solté el hilo. Lo tenía bien enroscado en la mano, me daba como tres vueltas. Se me puso medio blanca, como cuando te ponés las bolsas pesadas del supermercado. Y el viento se hizo más fuerte y más fuerte y en lugar de caerme empecé a sentir que me despegaba del piso. Al principio tenía mucho miedo, porque nunca había volado. Pero después me empezó a llevar más y más y volé un montón de rato por encima de la casa de mis abuelos y por todo el barrio. El Coco no paraba de ladrarme y papá estaba re contento ahí abajo porque yo volaba. Estuve como mil horas con el barrilete que me hizo mi papá. Acá me traje un pedacito de la cola. Si querés te lo cambio por una Tita.

—¿En serio? ¿Y está bueno volar?

—Está buenísimo. Si querés le digo a mi papá que te haga un barrilete de los mágicos así podés probar vos.

—¡Dale!


En ese momento apareció la maestra, que ya nos conocía el escondite y nos mandó para adentro en penitencia. Mientras caminaba con Marcelo le conté que después de volar toda la tarde con el barrilete mi papá se tomó conmigo una taza gigante de Nesquik y compartimos unos panes con manteca que hizo la abuela. Estuvo buenísimo.

lunes, 6 de julio de 2009

El secreto


Siempre me resultó entre fascinante y aterrador el modo en que descubríamos los conceptos básicos de la física y la química en el Colegio. Todo lucía tan perfecto, tan cristalino y empaquetado en las explicaciones de pizarrón. Incluso las prácticas de laboratorio, con todos los errores que cometíamos, eran perfectas. Había una mueca de placer oculta en las caras de los profesores cada vez que demostraban en el laboratorio lo que nos habían explicado en el aula. Era como dar sentido a las palabras que por años venían repitiendo; un premio renovado en nuestras caras de sorpresa o de simple incredulidad ante lo que pasaba.

En segundo año tuvimos al Profesor Perazzo en física. Un hombre ya de unos sesenta años, parco, pero que se permitía sonreír con nosotros, práctica nada habitual en los profesores de más años en el Colegio. Desde la primera clase nos llamó la atención cómo jugaba con dos alianzas que llevaba puestas en su mano izquierda. Uno de sus ayudantes nos explicó, días después, que llevaba la alianza de su segunda esposa, Marta, compañera de toda una vida, que había muerto hacía poco por una enfermedad repentina. Recuerdo lo mágico que me pareció que mantuviera viva una sonrisa en el rostro por el sólo hecho de acariciar las alianzas.

Ese día nos tocaba empezar con los fundamentos de la generación y la transmisión eléctrica. Trajo con uno de los ayudantes un aparato relativamente grande para lo que estábamos acostumbrados. Era un disco de metal brillante montado sobre un eje móvil, abrazado por un imán en forma de “U” que nunca llegaba a rozarlo. En el centro de la rueda se veía cómo el eje del aparato terminaba en una manivela con la que se ponía en movimiento el dispositivo. Con tono solemne, nos dijo:

—Señores: el Dínamo de Faraday.

Empezó a dar vueltas a la manivela con una mano, mientras sostenía con la otra una lámpara conectada por cables a dos bornes del dínamo. De pronto, cuando la rueda tomó cierta velocidad, la lámpara que sostenía Perazzo en su mano empezó a titilar para luego perder sus contornos en un brillo enceguecedor. Todos habíamos visto algo muy parecido en nuestras bicicletas, es verdad, pero ahí estábamos embobados con la fuerza de esa luz. Uno a cero.

Ahora veremos cómo se forma un rayo, dijo Perazzo.

Ninguno de nosotros lo tomó muy en serio. Pero no nos duró mucho la incredulidad. Con un gesto de cierta picardía, desconectó los cables de la lámpara y los volvió a conectar a un dispositivo que tenía dos agujas de metal que se enfrentaban de manera casi perfecta, sin llegar a tocarse. El trípode que sostenía una de las agujas estaba conectado a los bornes del dínamo por el cable; el que sostenía la otra, sólo tenía una conexión a tierra. Gracias a un sistema de ajustes móviles aislados con goma, podía alejar o acercar las puntas cuanto quisiera.

Pidió sin éxito un voluntario para pasar al frente. Contrariado, casi impaciente, le indicó a uno de mis compañeros, Santiago, que se pusiera del lado de atrás de la mesada y que empezara a girar la manivela para dar velocidad suficiente al aparato. Mientras tanto, él había dispuesto las agujas a unos diez centímetros de distancia y las empezó a acercar muy de a poco. Cuando no estaban a más de dos o tres centímetros una de otra, un haz de luz azul irregular estalló en un chasquido que nos dejó a todos sin palabras. Santiago soltó de inmediato la manivela, que siguió girando en falso, mientras Perazzo recorría el salón con una satisfacción difícil de imaginar en su mirada. Era el dueño del rayo. Dos a cero.

Pero faltaba el prodigio final, ese que año a año —después lo supe— renovaba la leyenda sobre el viejo Perazzo y que todos repetían sin saber las verdaderas razones del suceso. Una vez más pidió un voluntario. Silencio sepulcral. Mientras todos se concentraban en un punto fijo de la nuca del compañero de adelante para no hacer contacto visual con él, a mi se me ocurrió la peregrina idea de levantar los ojos y ofrecerle una mirada desafiante. ¿Qué puede pasarme?, pensé. Y Perazzo vio algo en mi mirada.

—Usted, pase por favor. Voy a necesitar de su ayuda.

Casi instintivamente me dirigí a la parte de atrás de la mesada, pensando que reemplazaría a Santiago. Ni bien traspuse la primera hilera de bancadas del anfiteatro, me miró y me dijo en un tono todavía cálido, mientras señalaba las agujas:

—No, m’hijo. Su colega seguirá en la manivela, a Usted lo necesito aquí, para que aprenda.

Ya no me gustaba nada estar tan cerca de la máquina de los rayos. Hasta ahí todo había sido un juego. Mientras me acercaba, Perazzo comenzó a explicar el fenómeno físico por el cual la presencia de cargas en una superficie muy pequeña, cercana a otra superficie de polaridad inversa, generaba un puente a través de las moléculas de aire que terminan transmitiendo el rayo. Hasta ese momento, pensé que estaba describiendo el experimento de las agujas que acabábamos de ver. Pero de pronto vi cómo desarmaba la segunda de las agujas, dejando únicamente el trípode que sostenía la que estaba conectada al dínamo. Sin saber todavía por qué, mi instinto fue huir del aula. Pensé en todas las excusas posibles para no llegar al aparato, pero sólo atiné a preguntar si podía ir al baño. El intento resultó inútil.

Ya tendrá tiempo de ir al baño, mientras miraba con llamativa curiosidad la suela de mis zapatos.

Al principio pensé que había pisado algo, pero mientras mis ojos se cruzaban con los suyos pude entender la importancia de mis zapatos en sus planes. Sabía que me acercaba al cadalso y lo único que atiné a hacer fue mirar la hora: eran las once menos veinte clavadas.

Perazzo me pidió que me parara de modo tal de no tocar la mesada. Al mismo tiempo, fue acercando mi brazo a la aguja, mientras yo mantenía el puño cerrado y firme. Acercó su boca a mi oído y me dijo en un tono inquietante:

—Abra la mano, hombre… Estire el dedo que no pasa nada.

Lo miró a Santiago y le hizo un ademán para que empezara a girar la rueda. Nunca sentí tanta impotencia en mi vida; creo que la primera lágrima de bronca me saltó de los ojos antes de que la rueda llegara a la velocidad deseada. Mis compañeros me miraban fijo, con una mezcla de miedo y de placer oculto y retorcido. De algún modo todos sabíamos lo que estaba por pasar; todos nos callamos.

Empecé a sentir la velocidad de la rueda; Santiago estaba como poseído. Traté de alejar lentamente la mano de la aguja. Me sentía como los defensores que tratan de robar metros al hacer la barrera sin que el árbitro se dé cuenta. Perazzo se dio cuenta:

—No tenga miedo, me lo va a agradecer, acuérdese lo que le digo.

La rueda empezó a despedir una luz intensa que no se reflejaba en ninguno de los objetos del aula ni en la cara de mis compañeros; fue muy extraño. Era tan fuerte que me obligó a entrecerrar los ojos. A medida que la velocidad aumentaba la luz se iba tornando cada vez más intensa. Un zumbido latente anunciaba lo que hasta ese momento creía que sería el chispazo en mi dedo. Pensé en mis compañeros, pero cuando quise verlos no pude. La luz era demasiado fuerte.

Sin aviso previo, sentí un sofocón, como si el aire se hubiera ido de golpe de mis pulmones. Empecé a caerme de espaldas muy despacio y recuerdo que sentí miedo de darme la cabeza contra alguno de los bancos. El tiempo puede parecer eterno en esas situaciones. Pero la caída no terminaba; seguía indefinidamente, como si el aula se hubiera convertido en un pozo infinito. En la caída empecé a ver mis días. A mis amigos, a mis viejos en la puerta esperando que saliera de dar los exámenes del ingreso, las primeras salidas a la noche; hasta apareció Romina, la pelirroja que se sentaba al lado mío, charlando sobre alguno de los cuentos de Cortázar que leímos en primer año. Reviví sin saber cómo cada mañana, cada clase, cada recreo, cada vuelta a casa caminando con ella y hasta la noche de la fiesta en su casa de Flores donde nos dimos el primer beso en serio.

Era fantástico revivir cada día y saber que poco a poco me acercaba al presente. Hasta me vi subir las escaleras, buscar el claustro de física, entrar en el aula y ver a Perazzo en el pizarrón, sonriendo como siempre. Fue el turno de la presentación del dínamo, de la lamparita, del chispazo y, de pronto, ya estaba cayendo de nuevo. Sacudí la cabeza para reconciliar los dos tiempos y sin saber por qué apareció de nuevo aquella luz enceguecedora y el zumbido latente. Para cuando me miré la mano estaba otra vez parado con el dedo frente a la mesada. Un rayo de un azul intenso se desprendió de la aguja conectada al dínamo y como si el tiempo se hubiera detenido nuevamente la vi arrastrarse por el aire hasta mi dedo. No podría explicar aunque quisiera el ruido que hizo ese chispazo. Salté medio metro para atrás y grité fuerte alguna mala palabra.

Mientras me agarraba el dedo entumecido por la corriente, miraba uno a uno a mis compañeros de curso que se reían en un concierto de complicidades, sin saber el secreto de lo que había pasado. Miré el reloj y seguían siendo las once menos veinte clavadas. Mi cara era el reflejo de una mezcla pareja de fascinación y de terror por ese recorrido perfecto por mis amigos, por mis viejos, por el Colegio, por las ganas de besarla de nuevo. Miré a Perazzo agradecido. Se me acercó y me dijo al oído:

No trates de contarle esto a nadie, porque no te van a creer. Sólo ella te puede entender. Se alejó lo suficiente para verme la cara y me guiñó un ojo sonriendo mientras jugaba con sus anillos.

No había terminado de decir estas palabras que me di vuelta, la busqué a Romina en la segunda fila y la besé como nunca había besado a nadie en mi vida.

sábado, 4 de julio de 2009

El leve Pedro

por Enrique Anderson Imbert

Durante dos meses se asomó a la muerte.

El médico murmuraba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarla y que él no sabía qué hacer… Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo.

Pero al levantarse después de varios días de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye- le dijo a su mujer- me siento bien, pero no te puedes imaginar cuán ausente me parece el cuerpo. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.

-Languideces- le respondió su mujer

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aún se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Pero según pasaban los días las carnes de Pedro perdían perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidad portentosa. Era la ingravidad de la chispa y de la burbuja, del globo y de la pelota. Le costaba muy poco saltar limpiamente, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana más alta.

-Te has mejorado tanto –observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy tempranito fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, cogió el hacha y asestó el primer golpe. Y entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía al hacha, quedó un instante en suspensión, levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le reconvino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no!-insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuerte a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre!- le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir en vertiginoso galope- ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unos pasos como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya empieza la ascensión.

Esa tarde Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente. Y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quitara las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a cogerlo de los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento le dieron a su cuerpo la solidez necesaria para traquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó a los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo. Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro!-gritó horrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea que es lo que pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y e puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le escapó de las manos. Cuando corrió a la ventana ya su marido, desvanecido subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje infinito. Se hizo un punto y luego nada.

miércoles, 1 de julio de 2009

Tempus fugit