domingo, 31 de mayo de 2009

Montevideo

Es raro viajar por tan poco tiempo. Desde chico me hice a la idea de que viajar implicaba cierto grado de trastorno. Mi vieja molestando dos días antes para hacer las valijas; que quién se ocupa de los sandwiches por si ataca el hambre; que no te olvides de llevar abrigo afuera de la valija por si hace fresco; la cara de aburrimiento de mi viejo, que ya conocía el guión de memoria.

Me he liberado de muchos de esos rituales a fuerza de subir y bajar de los aviones, pero la idea de irse del país por tan sólo algunas horas, como en este caso, se lleva de patadas con la noción misma de "viajar". Es como tomar por adelantado la decisión de no llegar nunca al lugar de destino; de no terminar de hacerse a la idea de cambiar de sintonía; de que el país es otro, de que la moneda es otra, de que las costumbres son otras.

Acabo de volver de Uruguay. Fueron doce horas más o menos. Ni siquiera dejamos rastros en migraciones de Montevideo, porque el apuro por llegar al Estadio mantuvo nuestro ingreso en el anonimato de una maroma impaciente. Pero pasó de todo. Un recorrido de cantos nerviosos en un micro prestado que cortaba con determinación las luces rojas de los semáforos al pasar. Las corridas hacia el acceso a la histórica Tribuna Colombes; el gol impensado del Chavo, uno de esos que tu viejo te explicaba de chico que eran imposibles de evitar, porque "dos cabezazos en el área son gol". Cantamos a grito pelado hasta quedarnos sin voz.

Fue nuestro debut en el Centenario, escenario del zapatazo del chango Cárdenas contra el Celtic. Todos hicimos un esfuerzo tenso por sentirlo propio, conocido; por no ser visitantes en un viaje demasiado corto para digerirlo de un saque. Pero aunque uno trate de evitar imágenes que rompan el hechizo, de pronto llegan los golpes de realidad, como ese grupo de amigos que cruzamos caminando por Av. Italia con el termo bajo el brazo y un mate humeante que despertaba envidia.

Después del partido, fuimos a comer. Pedimos choto (acá no podría ni empezar a pronunciar la palabra sin provocar la carcajada del mozo) y algún pedazo de picaña, todo bien regado con Pilsen. Tal vez fue ésta la única marca que nos permitimos llevar de nuestro paso por Montevideo.

Las tres horas de nuestro sueño oriental no alcanzaron ni siquiera para formar unas tímidas lagañas. Ducha caliente cuando ni siquiera eran las seis de la mañana, afeitada eléctrica, taxi y viaje de vuelta, con el 1 a 0 en el bolsillo.

Extraña sensación de tranquilidad la de esa vuelta. El micro hasta Colonia lo dormimos entero. Yo iba escuchando entresueños las canciones de un musical que alguna vez fue película, pensando en ella, que alguna vez fue sólo una amiga. Algún encuentro imaginario fue interrumpido por el aviso de rigor: "¡Colonia!". Fue tiempo de un buen café con leche, del aire fresco y limpio, de un río planchado como pocas veces he visto. Papeles, documentos, barco. Sonreí al pensar que estaba saliendo de un país al que nunca había entrado oficialmente.

Poco más de doce horas habían pasado y estaba otra vez viendo el marrón del agua por la ventana, pensando en el momento en que tendría nuevamente señal para recuperar contacto con Buenos Aires. Todo fue un sueño extraño, en realidad, sin noción de haber viajado, de haber cambiado de país ni de costumbres; apenas de ropa.

Al ver los edificios de Catalinas por la ventana me encontré entonando estribillos de cancha, abrazado con los muchachos, como en un recreo de la primaria, ante la mirada atónita de los pocos extranjeros verdaderos que se habían subido al barco.

Nunca fuimos extranjeros esa noche; nunca nos fuimos de Buenos Aires, nunca llegamos. Una moneda de diez pesos uruguayos que encontré por accidente en el bolsillo es el único vestigio de aquella extraña caminata por las calles de una ciudad breve y ajena aunque, a la vez, tan propia.

martes, 26 de mayo de 2009

El espejo


Te busqué pero no estabas. Traté de encontrarte, de dibujar tus labios con mis dedos, de descansar en tus ojos, de respirar en tu cuello, de convertir sus palabras en las tuyas, pero no estabas. Un espejo agrietado y ajeno me explicó en llanto la agonía de estar solo, pese a estar acompañado. Sólo espero no haberla lastimado con la ausencia de mis brazos o con el vacío implacable de una mirada que te sigue buscando en este limbo de distancias impostadas.