miércoles, 8 de abril de 2009

Redención

Sólo me faltaba completar un trámite para obtener el título de la Facultad de Ciencias Sociales. Otra vez entrar por la puerta de Marcelo T. de Alvear, ver a la misma gente, respirar los mismos olores, recibir los mismos panfletos y las mismas consignas. Hasta la puerta del ascensor seguía castigando a sus pasajeros eventuales con ruidos de un metal cansado, que reclamaba desde hacía años que alguien apagara su dolor con un poco de grasa. El presente era, dentro de esas paredes, la evocación de un pasado latente que nunca terminaba de irse.

Tercer piso a la derecha, en la ventana guillotina, había sentenciado el ordenanza de la planta baja. Obviamente estaba cerrada. Pegado sobre el vidrio había un cartel que invitaba a golpear y a esperar. Golpeé y esperé, en ese orden, hasta que las rodillas no soportaron más el pendular del cuerpo de una pierna a la otra. En busca de un asiento, recorrí el lugar con la mirada. Por primera vez en años, me llamó la atención que las paredes del edificio fueran de azulejos. Debajo de los cientos de carteles y las avejentadas cintas adhesivas, huérfanas ya de anuncios que sostener, precisas cuadrículas de un amarillo desteñido dieron sentido a la historia que había escuchado más de una vez durante el primer año de cursada.

Según decían los alumnos más avanzados, la Facultad había nacido, valga la burla de la historia, en una maternidad caída en desuso, que dependía del viejo Hospital de Clínicas. Tal vez era por eso que se veían pasillos y salones ordenados como peines maltrechos a los que ya le faltaban algunos dientes: eran las salas de internación y los anchos pasillos pensados para el deambular de las camillas. Cada cuerpo se cerraba con dos enormes puertas vaivén, que permitían el paso a enfermeros y doctores con las manos ocupadas. Recordé que en el tercer piso había dos salones clausurados por un problema de las cañerías de oxígeno, que alguna vez habían explotado por efecto de los gases atrapados sabe Dios por cuántos años. Cuánto bien me haría ese oxígeno ahora, pensé.

En mi recorrido por aquellas paredes encontré una máquina expendedora de café, justo al lado de una larga bancada de fórmica marrón. Caminé los metros que me separaban de aquel descanso pero, al llegar a la máquina, vi que estaba abierta. La gruesa puerta con la ventana por la que antes salía el vaso lleno de café humeante formaba, ahora, un perfecto ángulo recto con el desnudo interior de la máquina. Con curiosidad, me asomé para develar el misterio que siempre esconden esas pesadas cajas de metal iluminado. Luego de observar detenidamente el mecanismo (precario, por cierto), reparé en la presencia de un hombre sentado al lado de la máquina que me miraba con cierto desprecio. Sostenía un vaso de plástico en su mano derecha y unos cuantos billetes en la izquierda.

No pude más que preguntar:

— ¿Funciona?

— ¡Claro que funciona! ¿No ve? (señalando un vaso que estaba a punto de llenarse).

— ¿Y por dónde pongo las monedas?

— ¿No se enteró? El Consejo Directivo dictó una resolución que prohíbe las máquinas expendedoras. Mejor dicho, prohíbe que las máquinas expendedoras funcionen automáticamente.

— ¿Pero la idea de una máquina de estas no es que funcione sola?, pregunté alarmada.

— Pero así se pierden puestos de trabajo. Por eso se ordenó que cada máquina sea atendida por una persona, dijo, al mismo tiempo que me acercaba el café y el vuelto de los dos pesos que le había dado, tareas que antes realizaba la máquina, cerrada a las miradas impúdicas que el Consejo Directivo había permitido.

Al dar el primer sorbo, escuché que la ventana de atención al público se abría y corrí con la cartera en una mano y el vaso casi lleno en la otra, en un desesperado intento por no dejar que mi única chance de terminar el trámite se esfumara por la impaciencia de algún empleado. Pesadas gotas de mi café fueron cayendo por el camino. Traté de no mancharme el sweater blanco, pero las salpicaduras fueron inevitables. Agitada, me acodé sin aire en el mostrador y no llegué a emitir sonido cuando, del otro lado, me interrogaron de mal modo:

— ¿Qué necesita?

Fue tiempo de una primera explicación, tempranamente interrumpida:

— Vengo a terminar el trámite del título, lo necesito con urgencia por una oportuni…

— No, eso lo maneja Nora. Espere un minuto.

No fue uno, sino varios, eternos minutos. Finalmente, apareció Nora en busca del segundo capítulo de un cuento que tampoco escucharía completo. No era con ella. Tampoco era con ella. Era con Emilia, de Inscripciones. Empecé a sentir una creciente molestia en el brazo izquierdo; un cosquilleo en la muñeca que jamás había sentido. Traté de concentrarme en otra cosa para evitar esa sensación cada vez más fuerte, más real, mientras recorría el pasillo.

Cuando llegué a la ventanilla, el dolor en la muñeca se hizo insoportable. Empecé a escuchar sonidos agudos, parecidos al repiqueteo de un martillo contra un yunque. Me visitó la imagen de dos herreros que alguna vez había visto en Praga, forjando monedas para los turistas, ataviados con disfraces de época. Pensé que se trataba de un recuerdo del viaje, que pronto pasaría. Pero el sonido se hizo cada vez más intenso, hasta casi impedirme escuchar lo que me decían:

— Sí, pero no puedo hacer nada por vos ahora. Resulta que acabamos de resolver en una asamblea que estamos de paro. Es que con lo que nos pagan acá no alcanza para nada... En segundo plano, borrosa, la imagen de dos hombres y otra mujer charlando mientras circulaba un mate con las facturas de rigor. Ya eran las cinco de la tarde.

Le expliqué con esfuerzo que de eso dependía una oportunidad de trabajo, mientras empezaba a fruncir los ojos en señal evidente de que no podía aguantar más el dolor en el brazo. Pero qué le podía importar a Emilia si yo conseguía el trabajo para el que me había preparado tanto tiempo en los salones de la misma Facultad que le daba excusas para hacer su huelga. Mientras me retiraba en busca del ascensor, pensé que ninguno de ellos, ni siquiera el vendedor de café, dependía del trabajo que alguien pudiera conseguir, ni de la educación que alguien pudiera llevarse de ahí. Era el simple hecho de que esas paredes, aún lastimadas por capas ancestrales de inmundicia repetida, siguieran existiendo junto con gente dispuesta a aceptar esas reglas de juego con mansedumbre casi bovina. El dolor me robó los adjetivos. Lo siguió la angustia, el olor, el ruido del ascensor, los carteles, las mismas caras con barbas metódicamente desatendidas, los cuerpos desgarbados enfundados en remeras que emulaban una sangre que jamás derramarían. Y de pronto el hall de entrada. Asqueada por la situación, pensé en correr, pero mi brazo no me dejaba. Sentía la presión en la muñeca y una fuerza insoportable que no me permitía avanzar; me condenaba a seguir escuchando el sonido de un metal repetido.

El vacío de ideas que me provocaba el dolor fue sacudido por vibraciones de una frecuencia muy baja, gutural; un rumor sordo y potente, como el que precede un terremoto. Cada tanto era interrumpido por el ruido del metal rozando el piso. Miré en todas las direcciones en busca de ese temblor que se aproximaba con furia, mientras veía a la gente alejarse. De pronto, cerca de la entrada del salón de actos de la planta baja, en uno de los recodos del pasillo perimetral, apareció una bestia descomunal, de un pelaje grueso y sucio, que me doblaba en tamaño. Los ojos inyectados en sangre recorrían el espacio con voracidad. Cada vez que bramaba dejando ver sus enormes dientes, una fuerte presión en el abdomen traducía en dolor el miedo que sentía ante esa imagen incomprensible y real al mismo tiempo. Cada rugido traía consigo una exhalación fétida, de maldad concentrada, de pasado pestilente, que venía de las entrañas de la criatura; cada bocanada de ese aliento era seguida por interminables hilos de una baba viscosa que impregnaban el suelo a su paso.

En su cuello, un pesado collar de hierro forjado, opacado por el óxido, parecía contenerla. Fue en ese momento en que el sonido metálico cobró sentido. Una gruesa cadena se unía al collar y descendía acompañando el recorrido vertebral de la bestia hasta llegar al piso. Con cada paso, el metal desprendía chispas que bañaban de luz el hall desierto. Todos habían desaparecido y estaba sola, enfrentada a esa criatura llena de causalidad, de decisiones, esperando el momento en que me atacara.

El lento movimiento se prolongó en tortura. Con cada paso que la bestia daba, sentía que podía alejarme un poco más, pero no mucho. La presión en la muñeca cedía levemente y me permitía retroceder uno o dos pasos a la vez, sin perder sus ojos amenazantes de vista. Dispuesta a encarar la carrera que me devolviera a la calle —o que me entregara sin remedio a la estocada final— traté de zafarme de aquella fuerza inexplicable que me retenía. Con el impulso seco de mi brazo, lejos de lograr que la presión cediera, sólo conseguí que el ruido de metales azotados se hiciera ensordecedor. Tomé fuerzas para sacudir nuevamente el brazo y, con la respiración agitada, volví a intentarlo. Esta vez, el ruido metálico terminó en un llanto de impotencia. No podía creer lo que mis ojos me estaban mostrando. Mi muñeca, prisionera de mil cadenas, estaba abrazada por un pesado grillete unido a los herrumbrosos eslabones que me separaban y me unían a la bestia. Un silencio de lágrimas se apoderó de mi ser. Con la garganta embotada por la ingenuidad, por las culpas, por la verdad, me abandoné en el lánguido intento de gritar. Simplemente me arrodillé esperando el ataque de aquella criatura tan ajena y tan propia.

Pude ver cómo se agazapaba lentamente, convirtiendo sus gruesas piernas en resortes mortíferos que la depositarían ante mí de un solo salto. Cuando finalmente despegó del suelo y pude sentir el eclipse de su figura sobre mi, levanté la cabeza y la miré a los ojos con el grito todavía ahogado. No tengo claro si fueron segundos o si fueron horas, pero cuando pude finalmente llorar, rendida ante su espantosa fuerza, estaba más tranquila que en el peor de mis sueños.

Meses después —o ese mismo día, no lo recuerdo con precisión—, cuando el colectivo paró a metros de llegar a Azcuénaga, sentí un sudor frío bajar por mi espalda. Los pocos metros que me separaban de la entrada no servían para tranquilizarme. Caminé lentamente, mirando en todas las direcciones, invadida por las imágenes de una rendición incondicional. Fue entonces que la encontré, parada en la puerta, cerca del cantero todavía florecido de un abril húmedo. Miraba con ingenuidad y sorpresa los carteles, las barbas descuidadas, las impostaciones de gestas ajenas. Apuré el paso, olvidándome por un momento del peligro que me acechaba en esa entrada, y la abracé sin explicación. Cuando me miró extrañada, pasé mi brazo por sus hombros y la alejé unos metros de la puerta, tratando de protegerla. De a poco, la conduje con mis movimientos para poder ver juntas la profundidad lúgubre del hall de acceso. El aliento pestilente, esa síntesis de pasado y de errores, no tardó en llegar. Lo siguió el ruido de metales maltratados. La sonrisa, todavía ingenua, se borró de su rostro.

Mirándola a los ojos, pude contarle una increíble historia de edificios y cañerías, de autómatas humanos que reemplazaban a las máquinas, de indolencia y desparpajo, de hipocresía y valores traicionados, de la tortuosa lucha por obtener reconocimiento de quienes no merecen reconocimiento. Y, claro, de la bestia que todavía acecha a quienes eligen aceptar esas reglas de juego. Cuando la siguiente bocanada de aire pútrido nos alcanzó, las dos supimos que no era una leyenda.