jueves, 27 de agosto de 2009

Testamento de August Rodin


Jóvenes que aspiráis a oficiantes de la Belleza, puede que os resulte grato encontrar aquí el resumen de una larga experiencia.

Amad devotamente a los maestros que os precedieron. Inclinaos ante Fidias y ante Miguel Angel. Admirad la divina serenidad del uno; la salvaje angustia del otro. La admiración es un vino generoso para los nobles espíritus.

Guardaos, sin embargo, de imitar a vuestros mayores. Respetuosos de la tradición, sabed discernir lo que ella contiene de eternamente fecundo: el amor a la naturaleza y la sinceridad. Estas son las dos fuertes pasiones de los genios. Todos adoraron la Naturaleza y no mintieron jamás. De este modo la tradición os tiende la llave merced a la cual podréis evadiros de la rutina. Es la propia tradición la que os recomienda interrogar sin cesar la realidad y la que os prohíbe someteros ciegamente a ningún maestro.

Que la naturaleza sea vuestra única diosa. Tened en ella una fe absoluta. Estad. seguros de que nunca es fea y limitad vuestra ambición a serle fieles.

Todo es bello para el artista, puesto que en todo ser y en toda cosa, su penetrante mirada descubre el carácter, es decir la verdad interior que trasparece bajo la forma. Y esta verdad es la belleza misma.

Estudiad religiosamente y no podréis dejar de encontrar la verdad.

Trabajad con encarnizamiento.

Vosotros, estatuarios, fortificad en vosotros el sentido de la profundidad. El espíritu se familiariza difícilmente con esta noción.

Imaginar las formas en espesor le resulta embarazoso. Esta es sin embargo vuestra tarea.

Ante todo estableced netamente los grandes planos de las figuras que vais a esculpir. Acentuad vigorosamente la orientación que vais a dar a cada parte del cuerpo, a la cabeza, a los hombros, a la pelvis, a las piernas. El arte exige decisión. Es por la bien acusada fuga de las líneas, que os sumergiréis en el espacio y que os haréis dueños de la profundidad. Cuando vuestros planos estén definidos, todo ha sido hallado. Vuestra estatua vive ya. Los detalles nacen y se disponen por sí mismos, de seguida.

Cuando modeléis, no penséis en superficie sino en relieve.

Que vuestro espíritu conciba toda superficie como el extremo de un volumen que la empujara desde atrás. Figuraos las formas como si apuntaran hacia vosotros. Toda vida surge de un centro, luego germina y se expande de adentro hacia afuera. Del mismo modo, en toda bella escultura, se adivina siempre una potente impulsión interior. Este es el secreto del arte antiguo.

Vosotros, pintores, observad igualmente la realidad en profundidad.

Mirad, por ejemplo, un retrato pintado por Rafael. Cuando este maestro representa un personaje de frente, hace huir oblicuamente la línea del pecho y es de este modo que nos da la ilusión de la tercera dimensión.

Todos los grandes pintores sondearon el espacio. Es en la noción de espesor que radica la fuerza.

Recordad esto: no hay líneas, sólo existen volúmenes. Cuando dibujéis, no os preocupéis jamás del contorno, sino del relieve. Es el relieve lo que rige el contorno.

Ejercitaos sin descanso. Es preciso extenuarse en el oficio.

El arte no es más que sentimiento. Pero sin la ciencia de los volúmenes, de las proporciones, de los colores, sin la habilidad de la mano, el más vivo de los sentimientos se queda como paralizado. ¿Qué sería del más grande de los poetas en un país extranjero cuya lengua ignorara? En la nueva generación de artistas, hay numerosos poetas que se niegan a aprender a hablar. Es así como no hacen más que balbucear.

¡Paciencia! No contéis con la inspiración. Ella no existe.

Las únicas cualidades del artista son prudencia, atención, sinceridad, voluntad. Cumplid vuestra tarea como honrados obreros.

Sed verídicos, jóvenes. Pero esto no significa: sed vulgarmente exactos. Hay una deleznable exactitud: la de la fotografía y la del calco. El arte solo comienza con la verdad interior. Que todas vuestras formas, todos vuestros colores traduzcan sentimientos.

El artista que se conforma con un simple simulacro y reproduce servilmente los detalles sin valor, no será jamás un maestro. Si habéis visitado algún cementerio italiano, sin duda habréis notado con que puerilidad los artistas encargados de decorar la tumbas se dedican a copiar en sus estatuas, los bordados, los encajes, las trenzas de cabellos. Puede que sean exactos, pero no verídicos, puesto que no se dirigen al alma.

Casi todos nuestros escultores recuerdan a los de los cementerios italianos. En los monumentos de nuestras plazas públicas, no se distinguen más que levitas, mesa, veladores, sillas, máquinas, globos, telégrafos. Nada de verdad interior; nada, pues, de arte. Apartaos de semejante baratillo.

Sed profundamente, ferozmente verídicos. No vaciléis jamás en expresar lo que sintáis, ni siquiera cuando os encontréis en oposición con las ideas corrientes y aceptadas. Puede ocurrir que al principio no seáis comprendidos. Pero vuestro aislamiento será de corta duración. Pronto vendrán amigos hacia vosotros: puesto que lo que es profundamente verdadero para un hombre lo es para todos.

Por lo tanto, nada de gestos, nada de contorsiones para atraer al público. ¡Simplicidad, ingenuidad!

Los más bellos motivos se encuentran delante de vosotros: son aquellos que conocéis mejor.

Mi muy querido y muy grande Eugenio Carriére, que tan pronto nos dejó, demostró su genio pintando a su mujer y a sus hijos. Le bastaba celebrar el amor maternal para ser sublime.

Los maestros son aquellos que miran con sus propios ojos lo que todo el mundo ha visto y que saben percibir la belleza de lo que es demasiado familiar para los otros espíritus.

Los malos artistas calzan siempre los anteojos del prójimo.

La gran cuestión es ser capaz de emoción, de amar, de esperar, de vibrar, de vivir. ¡Ser hombre antes de ser artista! La verdadera elocuencia se burla de la elocuencia, decía Pascal. El verdadero arte se burla del arte. Yo tomo aquí el ejemplo de Eugenio Carriére. En las exposiciones, la mayor parte de los cuadros no son más que pintura; ¡los suyos semejaban, en medio de los otros, ventanas abiertas sobre la vida!

Admitid las críticas Justas. Las reconoceréis fácilmente. Son aquellas que os confirmarán en una duda que os persigue. Pero no os dejéis abatir por aquellas que vuestra conciencia no admite.

No temáis las críticas injustas. Ellas indignarán a vuestros amigos, los obligarán a reflexionar sobre la simpatía que os tienen y la sostendrán más resueltamente cuando disciernan mejor los motivos.

Si sois nuevos en el ejercicio de vuestro arte, no contaréis al principio más que con un corto número de partidarios y una multitud de enemigos. No os descorazonéis. Los primeros triunfarán: pues ellos saben por qué os aman; los otros ignoran por qué les sois odiosos; los primeros están apasionados por la verdad y reclutan sin cesar nuevos adherentes; los otros no demuestran ningún celo durable por su falsa opinión; los primeros son tenaces, los otros giran a todos los vientos. La victoria de la verdad es segura.

No perdáis vuestro tiempo en anudar relaciones mundanas o políticas.

Veréis a muchos de vuestros cofrades llegar por la intriga a los honores y la fortuna: éstos no son verdaderos artistas. Algunos de ellos son, sin embargo, muy inteligentes y si vosotros os ponéis a luchar con ellos en su propio terreno, perderéis tanto tiempo como ellos mismos, es decir toda vuestra existencia: entonces no os quedará ni un minuto para ser artistas.

Amad apasionadamente vuestra misión. No existe otra más bella. Es mucho más alta de lo que el vulgo cree.

El artista da un gran ejemplo.

Adora su oficio: su más preciosa recompensa es la alegría de haber procedido bien. Actualmente, se persuade a los obreros, por desdicha suya, a que odien su trabajo y lo saboteen. El mundo solo será feliz cuando todos los hombres tengan alma de artistas, es decir, cuando todos sientan el placer de su labor.

El arte es aún una magnífica lección de sinceridad.

El verdadero artista expresa siempre lo que piensa, aún a riesgo de hacer tambalear todos los prejuicios establecidos.

De este modo enseña la franqueza a sus semejantes. ¡Imaginemos qué maravillosos progresos se realizarían de pronto si la veracidad absoluta reinara entre los hombres!

¡Qué pronto la sociedad se desprendería de sus errores y sus fealdades francamente confesados y con qué rapidez nuestra tierra se convertiría en un Paraíso!…

sábado, 22 de agosto de 2009

Ain't no sunshine





miércoles, 19 de agosto de 2009

The Remarkable Case of Davidson's Eyes, por H. G. Wells


I.
The transitory mental aberration of Sidney Davidson, remarkable enough in itself, is still more remarkable if Wade's explanation is to be credited. It sets one dreaming of the oddest possibilities of intercommunication in the future, of spending an intercalary five minutes on the other side of the world, or being watched in our most secret operations by unsuspected eyes. It happened that I was the immediate witness of Davidson's seizure, and so it falls naturally to me to put the story upon paper.

When I say that I was the immediate witness of his seizure, I mean that I was the first on the scene. The thing happened at the Harlow Technical College just beyond the Highgate Archway. He was alone in the larger laboratory when the thing happened. I was in the smaller room, where the balances are, writing up some notes. The thunderstorm had completely upset my work, of course. It was just after one of the louder peals that I thought I heard some glass smash in the other room. I stopped writing, and turned round to listen. For a moment I heard nothing; the hail was playing the devil's tattoo on the corrugated zinc of the roof. Then came another sound, a smash -- no doubt of. it this time. Something heavy had been knocked off the bench. I jumped up at once and went and opened the door leading into the big laboratory.

I was surprised to hear a queer sort of laugh, and saw Davidson standing unsteadily in the middle of the room, with a dazzled look on his face. My first impression was that he was drunk. He did not notice me. He was clawing out at something invisible a yard in front of his face. He put out his hand, slowly, rather hesitatingly, and then clutched nothing. "What's come to it?" he said. He held up his hands to his face, fingers spread out. "Great Scott!" he said. The thing happened three or four years ago, when everyone swore by that personage. Then he began raising his feet clumsily, as though he had expected to find them glued to the floor.

"Davidson!" cried I. ``What's the matter with you?" He turned round in my direction and looked about for me. He looked over me and at me and on either side of me, without the slightest sign of seeing me. "Waves," he said; "and a remarkably neat schooner. I'd swear that was Bellows's voice. Hullo!" He shouted suddenly at the top of his voice.

I thought he was up to some foolery. Then I saw littered about his feet the shattered remains of the best of our electrometers. "What's up, man?" said I. "You've smashed the electrometer!"

"Bellows again!" said he. "Friends left, if my hands are gone. Something about electrometers. Which way are you, Bellows?" He suddenly came staggering towards me. "The damned stuff cuts like butter," he said. He walked straight into the bench and recoiled. "None so buttery, that!" he said, and stood swaying.

I felt scared. "Davidson," said I, "what on earth's come over you?"

He looked round him in every direction. "I could swear that was Bellows. Why don't you show yourself like a man, Bellows?"

It occurred to me that he must be suddenly struck blind. I walked round the table and laid my hand upon his arm. I never saw a man more startled in my life. He jumped away from me, and came round into an attitude of self-defense, his face fairly distorted with terror: "Good God!" he cried. "What was that?"

"It's I -- Bellows. Confound it, Davidson!"

He jumped when I answered him and stared -- how can I express it? -- right through me. He began talking, not to me, but to himself. "Here in broad daylight on a clear beach. Not a place to hide in." He looked about him wildly. "Here! I'm off ." He suddenly turned and ran headlong into the big electro-magnet -- so violently that, as we found afterwards, he bruised his shoulder and jawbone cruelly. At that he stepped back a pace, and cried out with almost a whimper, "What, in Heaven's name, has come over me?" He stood, blanched with terror and trembling violently, with his right arm clutching his left, where that had collided with the magnet.

By that time I was excited, and fairly excited. "Davidson," said I, "don't be afraid. "

He was startled at my voice, but not so excessively as before. I repeated my words in as clear and firm a tone as I could assume. "Bellows," he said, "is that you?"

"Can't you see it's me?"

He laughed. "I can't even see it's myself. Where the devil are we?" "Here," said I, "in the laboratory."

"The laboratory!" he answered, in a puzzled tone, and put his hand to his forehead. "I was in the laboratory -- till that flash came, but I'm hanged if I'm there now. What ship is that?"

"There's no ship," said I. "Do be sensible, old chap."

"No ship!" he repeated, and seemed to forget my denial forthwith. "I suppose," said he, slowly, "we're both dead. But the rummy part is I feel just as though I still had a body. Don't get used to it all at once, I suppose. The old shop was struck by lightning, I suppose. Jolly quick thing, Bellows -- eigh?"

"Don't talk nonsense. You're very much alive. You are in the laboratory, blundering about. You've just smashed a new electrometer. I don't envy you when Boyce arrives."

He stared away from me towards the diagrams of cryohydrates. "I must be deaf," said he. "They've fired a gun, for there goes the puff of smoke, and I never heard a sound."

I put my hand on his arm again, and this time he was less alarmed. "We seem to have a sort of invisible bodies," said he. "By Jove! there's a boat coming round the headland! It's very much like the old life after all -- in a different climate. "

I shook his arm. "Davidson," I cried, "wake up!"

II.

It was just then that Boyce came in. So soon as he spoke Davidson exclaimed: "Old Boyce! Dead too! What a lark!" I hastened to explain that Davidson was in a kind of somnambulistic trance. Boyce was interested at once. We both did all we could to rouse the fellow out of his extraordinary state. He answered our questions, and asked us some of his own, but his attention seemed distracted by his hallucination about a beach and a ship. He kept interpolating observations concerning some boat and the davits and sails filling with the wind. It made one feel queer, in the dusky laboratory, to hear him saying such things.

He was blind and helpless. We had to walk him down the passage, one at each elbow, to Boyce's private room, and while Boyce talked to him there, and humored him about this ship idea, I went along the corridor and asked old Wade to come and look at him. The voice of our Dean sobered him a little, but not very much. He asked where his hands were, and why he had to walk about up to his waist in the ground. Wade thought over him a long time -- you know how he knits his brows -- and then made him feel the couch, guiding his hands to it. "That's a couch," said Wade. "The couch in the private room of Professor Boyce. Horsehair stuffing."

Davidson felt about, and puzzled over it, and answered presently that he could feel it all right, but he couldn't see it.

"What do you see?" asked Wade. Davidson said he could see nothing but a lot of sand and broken-up shells. Wade gave him some other things to feel, telling him what they were, and watching him keenly.

"The ship is almost hull down," said Davidson, presently, apropos of nothing. "Never mind the ship," said Wade. "Listen to me, Davidson. Do you know what hallucination means?"

"Rather," said Davidson.

"Well, everything you see is hallucinatory." "Bishop Berkeley," said Davidson.

"Don't mistake me," said Wade. "You are alive, and in this room of Boyce's. But something has happened to your eyes. You cannot see; you can feel and hear, but not see. Do you follow me?"

"It seems to me that I see too much." Davidson rubbed his knuckles into his eyes. "Well?" he said.

"That's all. Don't let it perplex you. Bellows, here, and I will take you home in a cab. "

"Wait a bit." Davidson thought. "Help me to sit down," said he, presently; "and now -- I'm sorry to trouble you -- but will you tell me all that over again?"

Wade repeated it very patiently. Davidson shut his eyes, and pressed his hands upon his forehead. "Yes," said he. "It's quite right. Now my eyes are shut I know you're right. That's you, Bellows, sitting by me on the couch. I'm in England again. And we're in the dark."

Then he opened his eyes. "And there," said he, "is the sun just rising, and the yards of the ship, and a tumbled sea, and a couple of birds flying. I never saw anything so real. And I'm sitting up to my neck in a bank of sand."

He bent forward and covered his face with his hands. Then he opened his eyes again. "Dark sea and sunrise! And yet I'm sitting on a sofa in old Boyce's room! -- God help me!"

III.

That was the beginning. For three weeks this strange affection of Davidson's eyes continued unabated. It was far worse than being blind. He was absolutely helpless, and had to be fed like a newly-hatched bird, and led about and undressed. If he attempted to move he fell over things or struck himself against walls or doors. After a day or so he got used to hearing our voices without seeing us, and willingly admitted he was at home, and that Wade was right in what he told him. My sister, to whom he was engaged, insisted on coming to see him, and would sit for hours every day while he talked about this beach of his. Holding her hand seemed to comfort him immensely. He explained that when we left the College and drove home, -- he lived in Hampstead Village -- it appeared to him as if we drove right through a sandhill -- it was perfectly black until he emerged again -- and through rocks and trees and solid obstacles, and when he was taken to his own room it made him giddy and almost frantic with the fear of falling, because going upstairs seemed to lift him thirty or forty feet above the rocks of his imaginary island. He kept saying he should smash all the eggs. The end was that he had to be taken down into his father's consulting room and laid upon a couch that stood there.

He described the island as being a bleak kind of place on the whole, with very little vegetation, except some peaty stuff, and a lot of bare rock. There were multitudes of penguins, and they made the rocks white and disagreeable to see. The sea was often rough, and once there was a thunderstorm, and he lay and shouted at the silent flashes. Once or twice seals pulled up on the beach, bu, only on the first two or three days. He said it was very funny the way in which the penguins used to waddle right through him, and how he seemed to lie among them without disturbing them.

I remember one odd thing, and that was when he wanted very badly to smoke. We put a pipe in his hands -- he almost poked his eye out with it -- and lit it. But he couldn't taste anything. I've since found it's the same with me -- I don't know if it's the usual case -- that I cannot enjoy tobacco at all unless I can see the smoke.

But the queerest part of his vision came when Wade sent him out in a bath- chair to get fresh air. The Davidsons hired a chair, and got that deaf and obstinate dependent of theirs, Widgery, to attend to it. Widgery's ideas of healthy expeditions were peculiar. My sister, who had been to the Dog's Home, met them in Camden Town, towards King's Cross. Widgery trotting along complacently, and Davidson evidently most distressed, trying in his feeble, blind way to attract Widgery's attention.

He positively wept when my sister spoke to him. "Oh, get me out of this horrible darkness!" he said, feeling for her hand. "I must get out of it, or I shall die." He was quite incapable of explaining what was the matter, but my sister decided he must go home, and presently, as they went up the hill towards Hampstead, the horror seemed to drop from him. He said it was good to see the stars again, though it was then about noon and a blazing day.

"It seemed," he told me afterwards, "as if I was being carried irresistibly towards the water. I was not very much alarmed at first. Of course it was night there -- a lovely night. "

"Of course?" I asked, for that struck me as odd.

"Of course," said he. "It's always night there when it is day here -- Well, we went right into the water, which was calm and shining under the moonlight -- just a broad swell that seemed to grow broader and flatter as I came down into it. The surface glistened just like a skin -- it might have been empty space underneath for all I could tell to the contrary. Very slowly, for I rode slanting into it, the water crept up to my eyes. Then I went under, and the skin seemed to break and heal again about my eyes. The moon gave a jump up in the sky and grew green and dim, and fish, faintly glowing, came darting round me -- and things that seemed made of luminous glass, and I passed through a tangle of seaweeds that shone with an oily luster. And so I drove down into the sea, and the stars went out one by one, and the moon grew greener and darker, and the seaweed became a luminous purple-red. It was all very faint and mysterious, and everything seemed to quiver. And all the while I could hear the wheels of the bath-chair creaking, and the footsteps of people going by, and a man with a bell crying coals.

"I kept sinking down deeper and deeper into the water. It became inky black about me, not a ray from above came down into that darkness, and the phosphorescent things grew brighter and brighter. The snaky branches of the deeper weeds flickered like the flames of spirit lamps; but, after a time, there were no more weeds. The fishes came staring and gaping towards me, and into me and through me. I never imagined such fishes before. They had lines of fire along the sides of them as though they had been outlined with a luminous pencil. And there was a ghastly thing swimming backwards with a lot of twining arms. And then I saw, coming very slowly towards me through the gloom, a hazy mass of light that resolved itself as it drew nearer into multitudes of fishes, struggling and darting round something that drifted. I drove on straight towards it, and presently I saw in the midst of the tumult, and by the light of the fish, .a bit of splintered spar looming over me, and a dark hull tilting over, and some glowing phosphorescent forms that were shaken and writhed as the fish bit at them. Then it was I began to try to attract Widgery's attention. A horror came upon me. Ugh! I should have driven right into those half-eaten -- things. If your sister had not come! They had great holes in them, Bellows, and -- Never mind. But it was ghastly!"

IV.

For three weeks Davidson remained in this singular state, seeing what at the time we imagined was an altogether phantasmal world, and stone blind to the world around him. Then, one Tuesday, when I called, I met old Davidson in the passage. "He can see his thumb!" the old gentleman said, in a perfect transport. He was struggling into his overcoat. "He can see his thumb, Bellows!" he said, with the tears in his eyes. "The lad will be all right yet."

I rushed in to Davidson. He was holding up a little book before his face, and looking at it and laughing in a weak kind of way.

"It's amazing," said he. "There's a kind of patch come there." He pointed with his finger. "I'm on the rocks as usual, and the penguins are staggering and flapping about as usual, and there's been a whale showing every now and then, but it's got too dark now to make him out. But put something there, and I see it -- I do see it. It's very dim and broken in places, but I see it all the same, like a faint specter of itself. I found it out this morning while they were dressing me. It's like a hole in this infernal phantom world. Just put your hand by mine. No -- not there. Ah! Yes! I see it. The base of your thumb and a bit of cuff! It looks like the ghost of a bit of your hand sticking out of the darkening sky. Just by it there's a group of stars like a cross coming out."

From that time Davidson began to mend. His account of the change, like his account of the vision, was oddly convincing. Over patches of his field of vision the phantom world grew fainter, grew transparent, as it were, and through these translucent gaps he began to see dimly the real world about him. The patches grew in size and number, ran together and spread until only here and there were blind spots left upon his eyes. He was able to get up and steer himself about, feed himself once more, read, smoke, and behave like an ordinary citizen again. At first it was very confusing to him to have these two pictures overlapping each other like the changing views of a lantern, but in a little while he began to distinguish the real from the illusory.

At first he was unfeignedly glad, and seemed only too anxious to complete his cure by taking exercise and tonics. But as that odd island of his began to fade away from him, he became queerly interested in it. He wanted particularly to go down into the deep sea again, and would spend half his time wandering about the low-lying parts of London, trying to find the water-logged wreck he had seen drifting. The glare of real daylight very soon impressed him so vividly as to blot out everything of his shadowy world, but of a nighttime, in a darkened room, he could still see the white-splashed rocks of the island, and the clumsy penguins staggering to and fro. But even these grew fainter and fainter, and, at last, soon after he married my sister, he saw them for the last time.

V.

And now to tell of the queerest thing of all. About two years after his cure, I dined with the Davidsons, and after dinner a man named Atkins called in. He is a lieutenant in the Royal Navy, and a pleasant, talkative man. He was on friendly terms with my brother-in-law, and was soon on friendly terms with me. It came out that he was engaged to Davidson's cousin, and incidentally he took out a kind of pocket photograph case to show us a new rendering of his fiancée. "And, by-the-by," said he, "here's the old Fulmar."

Davidson looked at it casually. Then suddenly his face lit up. "Good heavens!" said he. "I could almost swear -- "

"What?" said Atkins.

"That I had seen that ship before."

"Don't see how you can have. She hasn't been out of the South Seas for six years, and before then -- "

"But," began Davidson, and then, "Yes -- that's the ship I dreamt of. I'm sure that's the ship I dreamt of. She was standing off an island that swarmed with penguins, and she fired a gun."

"Good Lord!" said Atkins, who had never heard the particulars of the seizure. "How the deuce could you dream that?"

And then, bit by bit, it came out that on the very day Davidson was seized, H.M.S. Fulmar had actually been off a little rock to the south of Antipodes Island. A boat had landed overnight to get penguins' eggs, had been delayed, and a thunderstorm drifting up, the boat's crew had waited until the morning before rejoining the ship. Atkins had been one of them, and he corroborated, word for word, the descriptions Davidson had given of the island and the boat. There is not the slightest doubt in any of our minds that Davidson has really seen the place. In some unaccountable way, while he moved hither and thither in London, his sight moved hither and thither in a manner that corresponded, about this distant island. How is absolutely a mystery.

That completes the remarkable story of Davidson's eyes. It is perhaps the best authenticated case in existence of a real vision at a distance. Explanation there is none forthcoming, except what Professor Wade has thrown out. But his explanation invokes the Fourth Dimension, and a dissertation on theoretical kinds of space. To talk of there being "a kink in space" seems mere nonsense to me; it may be because I am no mathematician. When I said that nothing would alter the fact that the place is eight thousand miles away, he answered that two points might be a yard away on a sheet of paper and yet be brought together by bending the paper round. The reader may grasp his argument, but I certainly do not. His idea seems to be that Davidson, stooping between the poles of the big electro- magnet, had some extraordinary twist given to his retinal elements through the sudden change in the field of force due to the lightning.

He thinks, as a consequence of this, that it may be possible to live visually in one part of the world, while one lives bodily in another. He has even made some experiments in support of his views; but, so far, he has simply succeeded in blinding a few dogs. I believe that is the net result of his work, though I have not seen him for some weeks. Latterly, I have been so busy with my work in connection with the Saint Pancras installation that I have had little opportunity of calling to see him. But the whole of his theory seems fantastic . to me. The facts concerning Davidson stand on an altogether different footing, and I can testify personally to the accuracy of every detail I have given.

This story was originally written by H.G. Wells. It was published in the book The stolen bacillus and other incidents by Metheun of London, England, in 1895. The story is here repeated as it was originally published.

Fuente: http://www.online-literature.com/

jueves, 13 de agosto de 2009

Fotos del pasado


Vi esas fotos del jardín y se me fueron las palabras. El guardapolvo abotonado en la espalda; las gomitas en el pelo; los zapatos con suela de goma; los labios chiquitos, encerrados en unos cachetes redondos y enormes, comestibles; y esa mirada despierta, a veces algo triste. Me dan ganas de ponerme el guardapolvo y entrar a ese mundo de la foto y darte la mano de nuevo.

martes, 11 de agosto de 2009

There will be light

sábado, 8 de agosto de 2009

En una caja


El viejo tenía una sintonía especial con los gatos. Desde siempre escuché sus historias sobre el Cabezón, el gato de mi abuelo. Eran cuentos casi sobrenaturales. Me contó que una vez, apurado por el hambre, el Cabezón vio un pajarito desde la mesa de la cocina y, como la puerta estaba cerrada, se agazapó y saltó usando la cabeza para romper el vidrio en mil pedazos. Volvió con el pájaro en la boca, victorioso, pero lleno de cortes y magulladuras. Se paró a los pies de mi abuelo que había ido corriendo hasta la cocina por el ruido, lo miró fijo y dejó el pájaro en el suelo, como si le estuviera presentando una ofrenda. Mi viejo quería mucho a ese gato.

Un día cuando llegué de la Escuela apareció en casa con una caja marrón entre las manos, con dos agujeritos de forma triangular en los costados. Enseguida escuché el sonido de las uñas raspando el fondo, tratando de hacer pie en un cartón que se le desvanecía debajo de las patas. Por los ruidos lo imaginé enorme, pero cuando puso la caja en el piso y lo vi asomar su mano y luego el hocico me di cuenta de que era todavía un cachorro.

Salió de la caja como de un segundo parto. El pelo era de un negro brillante y perfecto, sin una sola mancha de otro color; ni siquiera las pezuñas desentonaban. Nos miró a los dos con los ojazos amarillos bien abiertos, se dio vuelta y empezó con el ritual de olfatear todo lo que tenía alrededor. El mundo le llegaba por esos bigotes largos, combados, que se estiraban anticipando cada paso.

Al principio yo trataba de jugar con él como si fuera un perro, porque era lo único que conocía. Lo llamaba por el nombre, corría para ver si me seguía, le tiraba palitos y el pobre bicho me miraba de costado y a lo sumo jugaba un poco con el palito pero nunca me lo traía de vuelta. De a poco papá me explicó cómo tratarlo, las cosas que le divertían y hasta me mostró cómo acariciarlo para que ronroneara. No era muy difícil: había que rascarle suave la parte de abajo del cuello y el animal quedaba rendido, con los ojos entrecerrados. Era raro ver a mi viejo acariciar al gato, tal vez porque no tenía mucho recuerdo de que me acariciara o me abrazara a mí. Pero con el gato se daba ese permiso.

Lo vimos crecer juntos, hacerse un poco dueño de cada rincón de la casa. Compartimos charlas al calor del animal, que era como un fuego de esos de campo, que llama a arrimarse. Lo acariciaba yo un poco, lo acariciaba él otro tanto, y se nos escapaban algunos temas de conversación que se llevaban las tardes y las noches. Llegué a pensar que nos unía; que alzarlo era curarnos de algún modo.

Ayer, a eso de las cuatro de la tarde, volví de la Facultad y lo encontré a mi viejo sentado en el sillón grande del living. Estaba serio, con sus ojos verdes fijos en la ventana. Ni una palabra, ni una mirada, nada. No entendía qué hacía tan temprano en casa, así que pregunté. Se murió el gato, me dijo. Y los dos nos quedamos en un silencio imposible de llenar. Pensé en abrazarlo, pero no sabía cómo. Atiné a agarrar las llaves y salí corriendo. Volví a las dos horas, con una caja de cartón entre las manos. La apoyé en el piso y nos miramos. Es blanco, con algunas manchas negras. No hizo falta decir más.

martes, 4 de agosto de 2009

Borges y su padre

domingo, 2 de agosto de 2009

Viaje en taxi


La garganta se me llenó del recuerdo de aquel viaje desde el Hospital de Clínicas, mezcla de vuelta a casa y de nacimiento. Había cumplido ocho años hacía pocos meses. Ya pasaron veinticinco desde ese día, pero todo está demasiado presente.

Mi viejo salió desde la rampa de acceso del subsuelo que da a la calle Paraguay. Se pegó una corrida hasta la esquina de Azcuénga y se trajo un taxi poco menos que al hombro. Lo hizo bajar por la entrada de ambulancias, donde yo estaba con mi vieja, bastante arropado pese a ser pleno diciembre. No fue tarea fácil conseguir un taxi libre ese día. Todo el mundo estaba yendo al acto de asunción de Alfonsín.

Subimos y yo quedé en el medio. Todavía vivíamos en Larrea. El chofer, un tipo de unos cuarenta años, tomó por Pueyrredón (debería haber agarrado Junín, ahora que pienso). Cuando se prendió el reloj al bajar la banderita de LIBRE, empecé a ver cómo los números se movían a gran velocidad. En esa época a gatas si sabía contar hasta mil, pero me alcanzaba para entender que el número era enorme por la cantidad de ceros. Miré a mis papás para ver si se daban cuenta, pero seguían conversando con el taxista. Quise sacarme la bufanda escocesa de la boca para avisarles, pero en cuanto amagué sonó el grito seco de mi madre: ¿Querés que te internen de nuevo? En ese momento sentí que la vista se me nublaba un poco. Era demasiado chico para pensar que podía ser el efecto de los remedios que me habían dado para curarme la bronquitis o el mareo por haberme parado después de estar tanto tiempo en la cama.

Dejamos Nexo Deportes a la derecha, la Feria de Sarmiento y Pueyrredón a la izquierda y pude ver el cartel de Banchero, casi llegando a Bartolomé Mitre. Me acuerdo como si fueran hoy de las paradas que el transportista de la escuela hacía en esa pizzería todos los días, de camino a casa, para comerse una porción de fugazzetta. Era un acuerdo de caballeros el que teníamos. Como yo era el último en el recorrido, y de vez en cuando me ligaba una porción de muzzarella, mantenía un silencio cómplice. Yo calculo que mis viejos sabían de aquello, pero les parecía divertida la idea.

El taxi avanzaba medio lento. Cuando quise dar vuelta la cara para ver la Estación Once, un hombre solo y triste, que vendía escarapelas, me miró fijo de lejos y, sin aviso previo, me desmayé. La sensación fue rara, porque yo seguía viendo todo lo que pasaba. Hasta me veía a mi mismo sentado con los ojos cerrados. Papá estaba hablando con el taxista sobre los actos de campaña de Alfonsín, la 9 de julio llena, el cajón de Herminio. Me acuerdo lo contento que estaba. Nunca más lo vi así, creo. Fue como si toda su energía vital se hubiera consumido con la decepción.

Mi viejo se había deslomado en la campaña; le dedicaba tantas horas que mi forma de verlo era seguirlo en la patriada. Íbamos juntos al comité que habían puesto en el barrio y hasta ayudé a pintarlo. Bah, ayudé a pintarlo es mucho decir: tenía un palito largo de madera que había encontrado en la calle, con el que revolvía emocionado el tacho de pintura para que mi viejo no se encontrara con grumos. Pero qué contento estaba yo con todo eso, que parecía tan poco. Me aprendí la marcha y hasta la cantaba haciendo acompañamiento con un bombo chiquito que me habían regalado mis abuelos. Los actos en los barrios, las boletas de afiliación, la pegatina de carteles; hasta me acuerdo el día en que fuimos a Parque Lezama y De la Rúa me dio la mano. Hice de todo por la vuelta a la democracia y eso que sólo tenía siete años.

Si yo hablaba de política, teníamos tema de conversación asegurado en casa. Me acuerdo del día que la señorita de segundo grado, María Angélica, nos pidió que escribiéramos lo primero que se nos viniera a la cabeza al pensar en la palabra esperanza. Y yo puse sin dudarlo: “que gane Alfonsín”. Hasta le hice el escudo de RA y dibujé el saludo que hacía juntando las dos manos. En realidad, lo que yo quería era ver a mi papá contento cuando se lo mostrara. Como dos meses se habló en mi casa de ese cuaderno, aunque creo que la que más terminó hablando de eso fue mi vieja.

Mientras yo recordaba estas cosas como desde afuera, ella seguía en el taxi y no podía con su genio. Metía bocados todo el tiempo, sin darse cuenta de lo que pasaba con el reloj, conmigo o con mi viejo. No era radical convencida ni mucho menos, pero que no le nombraran a un peronista. Nunca entendí cómo reconciliaba ese odio visceral hacia el peronismo y el amor que sentía por su papá, peronista hasta la médula. Mi abuelo era un convencido. Hasta guardaba en la caja fuerte un pañuelo que El General le había regalado cuando se conocieron en un acto oficial.

El reloj iba corriendo cada vez más rápido, sin que nadie pareciera darse cuenta. Cuando pasamos por Rivadavia, las calles ya eran una explosión de banderas argentinas y de gente caminando para el Congreso. Serían las nueve de la mañana. Ahora me doy cuenta de por qué no agarramos Junín, debía estar todo cortado. Tomamos Hipólito Yrigoyen, luego Alberti y por ahí desembocamos en Larrea. Mi casa estaba casi llegando a Bartolomé Mitre, pero el taxi siguió de largo. Intenté decirles, pero no lograba despertarme para hacerlo. Cruzamos Corrientes y de pronto la luz de día se fue transformando en tarde y, después, en ausencia y en noche. Para cuando llegamos a Santa Fe, debían ser como las diez. Unos policías nos frenaron haciendo señas. Me llamó la atención que no tuvieran puestas las mangas blancas que siempre usaban. El taxista, un hombre ya mayor y entrado en canas, me explicó que había un desvío por la gente que se había agolpado en la casa de Alfonsín.

Sin saber cuándo ni cómo, me bajé del taxi solo, sin ellos. Me acerqué a la ventana del acompañante, miré el reloj que ya no tenía bandera y mostraba menos ceros, pagué con dos marrones y el taxista me dio el vuelto con unos billetes raros de dos pesos. Caminé unas cuadras, siguiendo a la gente, hasta cruzar Rodríguez Peña. Otra vez las caras de la infancia, las que llenaban los afiches que tantas veces había pegado con mi viejo, aparecían en gente de carne y hueso, canosa y sin mucho pelo. Los entrevistaban de los noticieros. Me llamó la atención que muchos de ellos me reconocieran y me saludaran; incluso algunos hicieron referencias a mi paso por el Colegio y por la Facultad. Los miraba con asombro, lo confieso. ¿En qué momento de aquel viaje había yo intentado seguir los mismos pasos de mi viejo? Respiré al ver a Nicolás, una cara más cercana. Cuando le pregunté por todo aquello, me explicó que había logrado escapar a tiempo.

No había hecho ni treinta metros desde la esquina cuando los vi comprando escarapelas a un hombre triste, de sobretodo, detrás de un kiosco de diarios. Ahí estaba mi viejo en el silencio impenetrable de todos estos años. Nos miramos con intensidad y me escapé llorando. Caminaba desconsolado entre la gente que colmaba la avenida.

Todos creían que era un llanto de pesar, de despedida a Don Raúl, para muchos casi como un padre. Hasta hubo quien me dio una palmada de consuelo. Para mi era el llanto de una bronca amarga y contenida, que me había robado el aire en el ’83, por extrañarlo tanto, y que volvió a aparecer esa noche, al darme cuenta de que nunca más lo vi contento. Intenté de todo, lo prometo. Pero esa alegría de mi viejo se había muerto.

Ojo por ojo


Estaba recorriendo Boedo y ya era tarde. Me faltaban menos de dos horas para tener que llevar el auto al lavadero. De ahí, hasta Ramos Mejía para pagar el alquiler y entregárselo al peón del turno mañana. Era una noche fría y la verdad es que tenía más ganas de estar en casa abrazado con Claudia que de andar yirando para hacer el mango.

En eso veo en la esquina de San Juan a una señora mayor que me hace señas. Me acuerdo que pedí al cielo que no me llevara a la otra punta del planeta. Estaba cansado y lo que no había hecho de guita hasta esa hora, no lo iba a hacer con la pobre vieja. Los saludos del caso, a dónde la llevo y la respuesta: Av. Eva Perón al fondo, casi llegando a Lugano. No está tan mal, pensé. La dejo, agarro General Paz, Rivadavia y estoy en un rato en lo del Gaita para entregar el auto.

Ahí mismo me metí por Boedo, busqué Juan B. Alberdi, pasé por Parque Chacabuco, la Medalla Milagrosa y cuando terminé de dejar atrás la autopista que me pasaba por arriba de la cabeza, cruzando Thorne, esta mujer me pide que doble. La calle estaba mitad empedrada y mitad llena de baches. La semana anterior había dejado un amortiguador en un pozo indecible en Valentín Gómez y Boulogne Sur Mer, así que fui despacio para evitar sorpresas.

No habíamos hecho ni cuatro cuadras por adentro cuando de pronto me aparece de la nada un cana con linterna y me hace señas para que pare. Lo que me faltaba, dije para mis adentros. Lo primero que hice mientras aminoraba la velocidad fue decirle a la mujer que se calmara, que no pasaba nada y que era la policía. Lo único que podía empeorar las cosas era que empezara a abrir la boca de más o engranarse. Cuando nos acercamos bajé el vidrio hasta la mitad, saludos de rigor y cuando amagué a sacar los documentos del auto el agente me preguntó medio apurado, mirando de reojo a la vieja:

Dígame, ¿no ha visto pasar a unos tipos con dos ruedas de auto?

La verdad que no, fue mi respuesta. Veníamos despacio por esta calle pero no hemos visto a nadie. ¿Qué pasó?

Y ahí nomás empezó la situación más absurda de la que tenga memoria. Y le juro que tengo años de tachero encima; he visto de todo acá en el auto, no se vaya a creer que soy un fresco. Pero aquello era cosa de cuento.

Mientras terminaba de bajar la ventanilla para escuchar mejor lo que decía, el agente se sacó la gorra y me señaló un patrullero Fiat Siena que estaba parado casi en la esquina. No va que me dice:

Acá estábamos con el Principal Ramírez y el Agente Lucic haciendo un operativo en el primer piso de este inmueble y cuando bajamos nos encontramos que nos faltaban dos ruedas, ¿lo puede creer? Tenemos que reponerlas, ¿no sé si me entiende?

Yo le expliqué que veníamos de cuatro cuadras atrás y que no habíamos visto a nadie. Tratando de darle más fuerza a la respuesta la miré a la vieja como esperando que asintiera. La pobre mujer no entendía nada de lo que estaba pasando.

El Agente Randazzo —según el cartelito de plástico que tenía en la camisa— me mira y me dice que tenían que encontrar las ruedas sí o sí. Yo le confieso, antes de que me pregunte, que el espectáculo era entre trágico y cómico. Usted viera ese patrullero recién lavado, brillante, pero que tenía en lugar de las dos ruedas del lado izquierdo, dos tronquitos que se ve que habían preparado los chorros para la faena. Yo ya me preguntaba cómo cuernos era que se habían robado las ruedas de un patrullero, habiendo tanto auto estacionado en esa vereda.

Le estaba debiendo alguna respuesta al policía, así que miré a la vieja serio, tomé la radio y modulé pidiendo un auto de reemplazo. Ni bien me tiraron el cinco barra cinco le expliqué a la señora que tenía que bajarse, que ya venían a buscarla con otro auto. No terminaba de caerse la quijada de la pobre mujer con la noticia que ya le había dicho al cana que contara conmigo, que íbamos a salir a buscar por el barrio.

Usted me preguntará para qué el ofrecimiento. Mire, yo la colimba la hice en la policía. Era la época en que te podías asegurar hacer sólo un año de servicio en lugar de dos si resignabas ir a sorteo y te metías en la Federal de voluntario. Algunas cosas me quedaron de esa época. Una de ellas es que, en esa situación, estos pobres no podían modular el robo al comando radioeléctrico. No tenía que hacer muchas cuentas. Era obvio que estaban en falsa escuadra por algo. No iba a ser yo quien preguntara, claro. Otra cosa que también aprendí estando en la taquería —tal vez más importante que la anterior— era que no había nada mejor que tener a un policía en deuda con uno. Y en esto del taxi nunca se sabe cuando puede uno caer en desgracia y necesitar una mano. Así fue que dejamos a la vieja con Lucic, que de paso cuidaba que no le emparejaran el auto llevando las otras dos ruedas. Ramírez se me sentó al lado y Randazzo venía atrás. Ramírez era el que mandaba.

Empezamos a recorrer el barrio. Yo no decía palabra y me limitaba a escuchar. En un momento se ve que Ramírez se sintió en la necesidad de confesar a alguien sus pecados. Nada a lo que uno no esté acostumbrado, vió. Los tacheros tenemos algo de confesores así como nos ve.

Me miró fijo y me tiró:

¿Tenés nombre?

Lorenzo, le dije.

¿Nombre o apellido?

Roberto Lorenzo, como mi viejo.

Y ahí mismo me desembuchó la historia. Resulta que así como yo quería estar abrazado con Claudia en esa noche de perros, los muchachos andaban querendones. Y se mandaron con el móvil para el puterío de la calle Torne. Yo calculo que tendrían que cobrar algunos pesos para repartir, porque si no ni loco llevan a un Principal en el auto, pero de paso se quisieron llevar unos mimos.

A todo esto, mientras escuchaba atento a Ramírez, yo venía relojeando por el espejo a Randazzo que estaba sentado en el asiento trasero y movía la cabeza para un lado y para el otro. Parecía un faro el loco. Ojo que Ramírez también me hablaba sin sacarle la vista a la calle. Los dos estaban como linces. En un momento Ramírez me dice:

Andábamos cortos de tiempo, ¿me entendés?

La verdad es que no entendía, pero estaba seguro de que me lo iba a explicar. Dejó pasar unos segundos y otra vez empezó con la perorata.

Estábamos cortos de tiempo porque el Subcomisario nos esperaba…

Yo con eso confirmé para mis adentros que había guita de por medio, pero me quedé calladito la boca. No sea cosa que se la agarraran después conmigo. Y siguió:

Llegamos con el patrullero, bajamos, cerramos todo y subimos los tres. Me pregunto por qué mierda teníamos que bajar los tres al mismo tiempo. Si aunque sea uno se hubiera quedado… Pero había poco tiempo y nos mandamos nomás. Y vos vieras cómo le dimos, che. Las chicas estaban especiales. Yo no soy de entregarme a la lujuria así nomás, no te vas a creer. Yo sé que la Virgen y los Santos te llevan montado en un huevo después si andás mucho de juerga. Y nosotros en la policía somos muy devotos de la Virgen de Luján y yo no quiero quilombos. Además estoy casado.

Yo cada tanto le tiraba una mirada y asentía, como para que no se sintiera solo en el relato. Pero cuando uno que anda con culpas se larga a hablar en el taxi no hay quién lo pare, le juro:

Cuando terminamos con lo nuestro, bajamos pipones, como recién comidos. Y ahí estaba nomás el muy turro. Se lo veía ladeado, para qué te voy a mentir. Y como nosotros habíamos dejado el auto en la vereda de los impares, lo veíamos del lado que todavía tenías las ruedas. Pero estaba torcido. ¡Para qué! Cuando dimos la vuelta… Te juro que los tres nos quedamos mudos.

En eso lo mira a Randazzo, recobra la voz de mando y le dice:

Pibe, si vos llegás a abrir la boca de esto en la comisaría…

Randazzo lo miró como si le hubiera hablado el diablo mismo del cagazo que tenía. Ramírez siguió con la historia:

No podíamos llamar al comando. ¿Te imaginás si tiraban por la radio que al móvil nuestro (y ojo que te lo dicen con número y todo, como para que no queden dudas) le habían robado las dos ruedas…? Yo ahí mismo tengo que renunciar. Y ojo que no tanto por los días de arresto o por el legajo, que esos me los banco. Pero, ¿sabés lo que es salir a la calle después? Porque acá en la fuerza todo se sabe, ¿me entendés?

Y la verdad es que lo entendía; yo mismo laburo con una radio arriba del auto. La gente está al pedo y escucha todo lo que se dice. Imagínese si le salen con que al patrullero tal le “hicieron” las ruedas. Esos pobres no pueden pisar más una comisaría. Y así fue que me pararon con el tacho, pensé. Pero déjeme que le termine el cuento, porque no tiene desperdicio.

Ya llevábamos unos diez minutos dando vueltas, haciendo como una grilla siguiendo el sentido del tránsito en dirección este-oeste y después al revés. Yo me sentía como un policía de nuevo. Hasta me había imaginado qué hacer si se armaba el tiroteo. Los pibes no me iban a creer la historia cuando volviera a casa, pensaba. Usted vio que cuando uno está en este tipo de merengues se le da por fantasear la del héroe. Menuda sorpresa me iba a llevar.

Como no aparecían los chorros, yo medio que me iba impacientando. Casi se me dio por tirar la idea de ir a la villa que está cerca del Parque Roca, porque seguro se habían mandado para ese lado. Menos mal que me callé la boca, porque iba a quedar como un tarado. En eso escucho que Randazzo le dice a Ramírez a los gritos:

Mire mi Principal, ¡ahí, ahí!

Juro que estiré la vista todo lo que pude, pero no había ni un alma; ni señales de los chorros y las ruedas. Los miré a ellos mientras se preparaban para bajar esperando una explicación. Me llamó la atención que no metieran mano a la cartuchera, aunque más no fuera por reflejo. Pusieron pie en tierra con demasiada calma. Cerraron las puertas y en eso Ramírez me mira serio y me dice:

Listo che, ya estamos.

No entendía nada. No había un alma en esa cuadra. Pero entre que yo miraba para un lado y para el otro a ver de qué cuernos me estaban hablando, Randazzo se me apareció en la ventanilla y haciendo señas con el pulgar apuntando para atrás me dijo:

Abrite el baúl. ¿Tenés llave y criquet, no?

Estuve lento, se lo confieso. No terminó de hacerme la pregunta que veo un Fiat Siena solito, solito, estacionado a mano derecha. Ramírez me dijo ahí mismo:

Dale Lorenzo, que hay que meterle pata. El Sub todavía nos espera…

Ahí estaba yo, rodilla en piso junto con Randazzo, afanando dos ruedas al Siena gris. Por lo menos Randazzo se había sacado la gorra y eso me hacía sentir menos pelotudo. Mientras tanto, Ramírez —que seguía con la gorra— marcaba la cuadra, para ver si venía alguien. ¡Estos dos querían dejarle el auto así nomás torcido sobre la calle! Ahí me planté serio y les dije:

Esperen que por lo menos le pongo un par de ladrillos.

Me fui a una obra de mitad de cuadra, me llevé una buena pila de ladrillos y entre los tres se los dejamos bien puestos para que no se le rompieran los semiejes. Con eso medio que me sentí más aliviado. Nos sacamos la mugre de las manos, metimos las ruedas en el baúl (menos mal que el mío es gasolero y no lleva tanque de gas) y enfilamos para el patrullero.

Nunca tardé tan poco en poner unas ruedas como esa noche. Mientras ajustaba los tornillos, Lucic me confirmó por lo bajo que había venido un móvil de la misma radio para buscar a la vieja y me sentí más tranquilo. Cuando nos estábamos despidiendo, yo todavía tratando de lavarme las manos con agua del cordón, el Principal Ramírez me dijo con aires de sabiduría:

Esto te enseña que hay que pensarlo dos veces antes de irse de putas por ahí, Lorenzo. La lujuria es el peor de los pecados, como decía el cura...

Asentí mansamente para no llevarle la contra, pero que quede claro que a las putas habían ido ellos, no yo.

El desgraciado ya se había metido al patrullero y ni una tarjeta me había dejado para mangarlo en caso de urgencia. En eso baja la ventanilla —yo parado todavía en la vereda— me mira con cara de vivo y me dice para rematar la noche:

¡Cómo zafaste vos, eh! Largó una carcajada inmunda junto con los otros dos que le hacían festejo. ¡Decí que resultaste gauchito!

Mientras se iban me quedé mirando mi auto parado cerca de la bocacalle, con el baúl todavía abierto. No sabe lo otario que me sentí al ver las letras plateadas que decían “Siena”. Zafé por ser gauchito, es verdad, pero con la cana hay que tener cuidado. Palabra.