sábado, 21 de julio de 2012

The Whisperer

Tal vez una de las pocas ventajas de estar solo, de no compartir mi espacio cotidiano con nadie en este momento, es que puedo hacer cosas que de otro modo generarían preguntas, sin tener nadie que me las haga. Es verdad que el gato me mira tratando de entender, o quizás simplemente esperando que la sorpresa venga con un poco de alimento balanceado. No lo sé.


Pero lo cierto es que ayer a la noche me levanté de una siesta rara, a deshora, de esas que terminan cuando la gente ya está durmiendo, y fui derecho a la computadora para ver de nuevo una de las películas más lindas, más entrañables que recuerdo.


Un caballo, su dueña adolescente, un accidente espantoso, y tratar de reconstruir la vida el día después. La del caballo, casi como una excusa; y la de todos ellos, tan heridos como el animal. El ruido fresco del río, la helada de la mañana, el fuego, las charlas sin verdadera noción del tiempo, y la sorpresa de estar enamorados con un mundo de distancias en el medio. 


Yo me enamoré en medio de ricos mates, de chistes filosos, de miradas sin permiso, de asados y lecturas compartidas. Un día nos dimos la mano en mi auto, nos acariciamos la punta de los dedos sin siquiera besarnos y nos miramos en silencio. Qué poco hace falta a veces para darse cuenta de lo que realmente pasa.  



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